Sin paños tibios
El rojo de sus labios
La revolución informática se sostiene en el lenguaje binario. Desde la lógica matemática, apenas son combinaciones de 0 y 1 cuyas posibilidades son infinitas; desde la filosofía, supone la preeminencia de un marco de pensamiento de base dos, en donde una posibilidad anula la otra.
Leibniz abrevó en el “I Ching” para entender el principio, y luego postularlo en su aritmética binaria; dos siglos después lo haría Hesse con “El Juego de Abalorios”, donde describió toda su vida en clave binaria, porque al fin de cuentas, al ir descartando las milenaramas se va también decantando el futuro.
Somos binarios por naturaleza, y sobre la base de opuestos configuramos nuestra idea sobre el mundo; porque son los opuestos los que delimitan los contornos del centro. Hace frío porque hace calor; arriba es abajo; frío es caliente; blanco es negro y así, ad infinitum. Lao no hizo más que escribir lo que otros ya habían dicho, por eso los confucianos lo tomaban a broma, y –quizás–, Lao se habría sentido contento al saber que se reían de él… porque al menos podían reírse.
En el absurdo de un tapón la mente vuela. Es eso o enfadarse contra el mundo. Y siempre será más fácil admirar el arrebol del atardecer, que pensar en cómo pudimos llegar a este momento; ese en el que la vida se pierde inútilmente en una fila interminable de vehículos que avanzan unos pocos metros para luego detenerse.
Lo binario opera también en el cielo, y habrá quienes prefieran el rojo del amanecer al carmesí del atardecer; así como hay gente que prefiere el vermú blanco al rojo.
Aunque en ese caso no aplica, pues hay lugares, momentos y personas para cada uno; porque de día puede que sea blanco, pero a la hora que sopla la brisa de la tarde, –antes de la última caminata en Edén– el rojo sabe mejor, porque combina con la explosión mágica que ocurre en el cielo.
Pienso en el momento que los aztecas tanto temían, cuando Huitzilopochtli moría y quedaba la incertidumbre de no saber si nacería al día siguiente; aunque ahora ya sólo nos quede la certeza de saber que el tapón de hoy será el de mañana, y será mucho más absurdo todavía; y ni tendremos explicaciones o justificaciones, ni mucho menos soluciones.
Estamos condenados a cabalgar sobre el lomo rojo de la serpiente que se desplaza sobre la avenida; la hilera interminable de luces traseras que ilumina el camino.
El sol muere en el horizonte y hay un negroni boulevardier esperándome en Local 3… y quizás unos pantalones blancos, pero yo no llegaré a tiempo. Y mientras la tarde muere y todo queda en penumbras, sólo brilla el lejano recuerdo del rojo de sus labios, como un sol de medianoche… uno que siempre permanece.