Maquiavelo y la Constitución
Era domingo por la tarde y se me ocurrió ir al parque Colón, en la Zona Colonial. Me senté en uno de los bancos disponibles de espaldas a la calle “Arzobispo Meriño”, teniendo a mi derecha la Catedral Primada.
Había bastante gente ese domingo—eso sí lo recuerdo muy bien—pues tocaba una afinada retreta la banda de música de uno de nuestros cuerpos armados. Ya me divertía escuchando los compases de una emotiva marcha marcial, cuando reparé en que el bulto oscuro que reposaba sobre la esquina del banco parecía, más bien, un cuervo grande desparramado con las alas abiertas que dejaban ver su color negro marengo y los destellos de cuando el sol de la tarde rebotaba en aquel sujeto.
Saliendo del asombro inicial, realmente pude darme cuenta de que, en ese extremo del asiento público, un hombrecillo vestido anacrónicamente de negro seguía evidentemente complacido del espectáculo.
No me hubiera fijado en él si unos niños que se acercaron correteando no hubieran comenzado a burlarse de este personaje que parecía salido del pasado.
A él no parecía molestarle. Pero no pude contener la risa cuando me fijé en su atuendo decrépito y en los zapatos de estilo desconocido. Los muchachos se reían, sobre todo, del sombrero que, aparte de extraño, tenía un aspecto lamentable.
La pandillita se alejó y me quedé mirando al hombre. Más por compasión que por interés le pregunté directamente: “¿Le gusta la música?”, y me respondió, con acento extranjero,: ‘Sí’.
Viendo que tenía una vieja carpeta en piel, repleta de papeles escritos en otro idioma, volví a la carga. Le pregunté su nombre y nacionalidad. Entonces el hombrecillo con sorprendente vitalidad, dijo que su nombre era Nicolás y que era natural de Florencia. No le pregunté su apellido, pero él (con una risita) me recalcó al final: “Nicolás Maquiavelo”.
Acto seguido, me contó que había sido Secretario de la Cancillería de Florencia, que había viajado mucho y conocido las cortes de algunos reyes. Que tenía mucha experiencia de gobierno y que había escrito algunos libros.
Le repliqué que en la universidad nos dieron a conocer un Nicolás Maquiavelo con una carrera muy parecida, y que siendo de Florencia, debía ser por lo menos descendiente de este, que había muerto a principios del siglo XVI.
Nicolás no respondió de inmediato. Pero no me hubiera asustado, si a un olor azufrado que se sintió en ese momento no hubiera seguido esta afirmación de él:—Ese hombre no está muerto; ese hombre, soy yo.
Reponiéndome del impacto, descarté racionalmente la posibilidad de que este individuo viniera realmente de los abismos. Entonces le cuestioné sobre qué temas había escrito. Sin perder el hilo contestó, que había escrito sobre temas históricos y jurídicos, y que le complacía sobre todo, haber tratado en pleno Renacimiento: “Cuál es la esencia de los principados, de cuántas clases los hay, cómo se adquieren y porqué se pierden”.
Sin darme tiempo a nada, me explicó que había hecho investigaciones acerca de las repúblicas de la antigüedad, sobre todo del arquetipo de la Constitución de la República romana de Tito Livio, lo cual le había dado una idea bastante clara acerca de esa tipología de gobierno, que es preeminente y deseable, según las ciencias políticas en la Era Moderna.
De ahí pasó a explicarme, que había conocido a César Borgia y que en un momento pensó que César tenía el talento suficiente para restablecer la unidad de Italia dispersa en cuatro principados.
También recalcó con vehemencia, que había sido tildado de favorecer el absolutismo despótico, pero que sus recomendaciones estuvieron orientadas en el fondo a que finalmente triunfara la República, después de restablecer el orden fundado en la legalidad de un ejército nacional. Y declamó a seguidas un verso de Petrarca.
Fastidiado, y dispuesto a poner fin a la conversación, le dije:—Maquiavelo, el autor de “El Príncipe”, está muerto.
Nicolás, con todo su talante florentino y sin perder la calma, replicó:—Estoy más vivo que nunca, y donde no se menciona mi nombre directamente, están mis consejos o una teoría política moderna sobre la Razón de Estado.
Con una seguridad pasmosa prosiguió:—Estoy en oriente y occidente. En todos los bloques hemisféricos. Estoy vivo en la historia. Después hizo una peroración sobre el realismo político, la maldad de los hombres (como buen “cavaliere” se cuidó de omitir las damas), el arte de disimular y las hipocresías. Musitando al final el nombre de Lorenzo de Médicis.
En eso la banda de música comenzó a tocar “Teléfono a larga distancia”, y uno de los trompetistas se situó muy cerca de nosotros.
Por encima del lamento y la respuesta de la trompeta—que ya ejecutaba la contradanza—, y como para quitármelo de encima, le pregunté qué hacía en este país. Con mucho sarcasmo me respondió que él siempre había estado aquí. Afirmando que había sido testigo del exilio de Juan Pablo Duarte y del fusilamiento de Antonio Duvergé. Enumerándome tantos hechos de nuestra historia que se acercó peligrosamente al presente.
Le pregunté que cuál era el futuro de nuestra democracia. Para mi sorpresa—taconeando sobre sus botines ridículos—, dijo que lo peor ya había pasado, porque en el siglo XIX Ulises Heureaux, pese a su naturaleza sanguinaria, dejó bastante avanzado el proceso de integración con carreteras y ferrocarriles; y, en el siglo XX la tiranía de Trujillo, había exterminado a sangre y fuego los caudillos locales, para consolidar el estado nacional con determinadas instituciones, voto de la mujer, Código de Trabajo, moneda y banca… y crímenes abominables.
También dejó caer, en un susurro calculado: “Que Balaguer y Bosch eran los dos bueyes que habían halado la carreta nacional, haciéndola avanzar por tremedales y precipicios inimaginables, a fin de que poco a poco la República Dominicana se fuera consolidando”. Y que: “Tanto en el siglo XX como en el XXI, los gobiernos del PRD y PLD introdujeron nuevos elementos determinantes en el régimen de libertades públicas, la modernidad institucional, el transporte y un sostenido crecimiento económico.
Entonces, para sorprenderlo, le lancé a boca de jarro esta pregunta: ¿La reforma constitucional del presidente saldrá adelante? Me respondió, con bastante sigilo a “sotto voce”, que si bien al presidente le sobraba el talento político (Virtu) había que esperar el dictado de la fortuna (Fatum).
Pero que aun así, quería dejar claro, que después de tantos años había llegado a la conclusión, de que las reformas constitucionales solo valían la pena si y solo si, las mismas, se orientaban a fortalecer la República.
Le pedí finalmente, que aclarara ese asunto, y pasó a explicarme:
“Que si bien los cambios en cualquier constitución son riesgosos, la necesidad de una modificación constitucional debe ser evidente para el pueblo, siempre teniendo en cuenta que el texto fundamental debe preservar, en primer lugar, que la finalidad esencial del estado es servir a la justicia y al bien común; además, en segundo lugar, que debe gobernarse a través de auténticas leyes, y no de caprichos; y, por último, y no menos importante, que ciertamente, la separación de los poderes públicos es la clave para el funcionamiento de los pesos y contrapesos que nos protegen de las tiranías que atentan contra la libertad y la igualdad”.
Terminado el concierto, mientras el director agradecía los últimos aplausos, un policía se acercó corriendo voceándole al hombrecillo. Este al ponerse de pie, apoyó su capa negra en los antebrazos, a modo de una tijereta en tierra, salió huyendo con su legajo de papeles por la acera de la Catedral, y abordó raudo un moto concho de servicio, que lo auxilió velozmente.
El policía afirmó que era un vagabundo que molestaba a los turistas y visitantes que iban al parque.
Perseguí al motorizado para ver si lo alcanzaba, y ya cuando doblaron a la izquierda por la “Padre Billini”, vi claramente que del portafolios desmedrado se había escapado un impreso, que rápidamente en la carrera apenas lo alcancé al filo de la “Isabel la Católica”.
Al recogerlo del piso me di cuenta de que era la portada, en pasta negra y bastante estropeada, de un ejemplar de “El Príncipe.”