Enfoque

El cese de la prisión preventiva

A la Teoría General del Derecho, herramienta fundamental de soluciones jurídicas, se le concede muy escasa importancia. No pocos abogados y jueces, olvidando que lo verdaderamente esencial reposa en las ideas, no en los conceptos, se interesan por la mera acumulación de conocimientos de lo que nuestras normas establecen, convirtiéndose así en cajas acríticas de resonancia de la palabra del legislador.

El desinterés por el desarrollo de habilidades que nos permitan reflexionar, analizar y argumentar en torno a los desafíos que plantea esta y aquella otra norma, crece en la medida en que constatamos que las decisiones de muchos juzgadores dependen de sus caprichos y humores del momento, no en los métodos que orientan la interpretación del derecho. ¿Para qué estudiar teoría y metodología jurídica? Aunque constituyan la base epistemológica de esta disciplina, ¿qué provecho trae consigo su dominio? ¿No es más rentable sumarse a la dialéctica de producción y reproducción de la ignorantia iuris?

Soy de los que se resiste a cerrar los ojos ante la miseria que acusa el derecho en los tiempos actuales. Por eso, cada vez que entre la rapsodia de decisiones infortunadas me tropiezo con criterios muy desacertados o basados pura y llanamente en la voluntad de la autoridad decisora, les salgo al frente, y esta nueva entrega de quien esto escribe se inspira en uno de esos casos.

Para Robert Alexy, la interpretación del derecho debe partir del conflicto ineludible entre las distintas normas legales, punto en el que se centra uno de sus más valiosos aportes a la técnica de interpretación. De ahí la capital importancia de saber –bien lo explicó Dworkin hace ya más de medio siglo- que el ordenamiento jurídico se compone de principios y reglas, por lo que su distinción estructural resulta fundamental.

Los principios, como es sabido, son proposiciones abiertas, elásticas, maleables, despojadas de antecedentes y consecuencias jurídicas, escritas en lenguaje deóntico que, como expresa Atienza, “[t]ienen una dimensión de peso”. Eso permite un cierto margen de interpretación, porque su aplicación va de la mano con las posibilidades fácticas y jurídicas, lo que convierte al operador jurídico en protagonista de la solución.

Por el contrario, las reglas son mandatos definitivos, cerrados a la interpretación. Se cumplen plenamente por aplicación disyuntiva, puesto que consagran un supuesto de hecho que va aparejado de una consecuencia jurídica. Al proporcionar soluciones concluyentes, la hermenéutica aplicable apenas exige puntear el hecho controvertido con el antecedente de la norma y, de subsumirse, adjudicarle la consecuencia jurídica que ella misma consagra. En palabras de Alexy, “Si la regla es válida, entonces es obligatorio hacer precisamente lo que ordena, ni más ni menos”.

El art. 241 del Código Procesal Penal prevé 4 causales que conllevan el cese de la prisión preventiva, siendo oportuno desde ya señalar que la primera acepción del verbo intransitivo “cesar” no es otra que la de acabar. Dicha norma, como se infiere de su lectura, es una regla, un mandato de acción, no de optimización. En efecto, al enumerar los supuestos en presencia de las cuales cesa la indicada medida cautelar, estamos frente a un precepto preciso, circunstanciado y prescriptivo, aplicable a los casos en que concretamente el fáctico individual acaecido sea subsumible en el acto genérico que constituye el supuesto de hecho normativamente previsto.

Regla al fin, está destinada a que cuando se den sus condiciones de aplicación, los tribunales descarten su propio juicio sobre el balance de razones aplicables y, en cambio, adopten la consecuencia en ella consagrada. O dicho de otra forma, cuando el hecho encaja en el supuesto descrito en la regla, ésta opera como guía primaria y central de la solución del conflicto, toda vez que se trata de razones perentorias a los que los órganos jurisdiccionales le deben, siempre que la consideren válida, obediencia a pie juntillas.

Pues bien, entre las causales del cese de la prisión preventiva, el numeral 3 del art. 241 señala la siguiente: “Su duración exceda de doce meses”. Si el caso contra el imputado ha sido declarado complejo, dicho plazo puede ampliarse hasta 18 meses de conformidad con el art. 370.2 del mismo texto, sin que la consecuencia jurídica sufra alteración ninguna. Siendo los arts. 241.3 y 370.2 sendas reglas, deben “[a]plicarse en la forma todo o nada”, como explica Atienza, genio de las ciencias jurídicas que recientemente estuvo de visita entre nosotros.

Por consiguiente, su premisa menor –el cese de la prisión preventiva- no se sopesa, porque las normas en cuestión se muestran suficientes y les cierran el paso a la discrecionalidad judicial. Efectivamente, las reglas presentan una estructura silogística, constituyendo la subsunción la única herramienta autorizada para resolver aquellas controversias en las que sus supuestos de hecho concurran o se verifiquen.

Por otro lado, pero siempre dentro del marco de estas disquisiciones, debe tenerse presente que más allá de la dimensión autoritativa de la norma, ella debe tener una de tipo axiológico o valorativa, lo que abre de inmediato una interrogante: ¿por qué los arts. 241.3 y 370.2 les fijan límite temporal a la prisión preventiva?

Como sabemos, no se trata de una medida punitiva, sino de aseguramiento, “la más severa que se puede aplicar a una persona acusada de delito, por lo cual su aplicación debe tener carácter excepcional, limitado por el principio de legalidad, la presunción de inocencia, la necesidad y proporcionalidad, de acuerdo con lo que es estrictamente necesario en una sociedad democrática”, tal como consideró la Corte IDH en el caso Acosta Calderón vs. Ecuador.

Es claro que la libertad y el estado de inocencia integran la tabla axiológica de la temporalidad de la prisión preventiva, por lo cual dicha medida cautelar está sometida a un límite razonable, no pudiendo el Estado proteger los fines del proceso mediante la prolongación excesiva de la misma. Una vez toca o rebasa el plazo legal, procede indefectiblemente poner al imputado en libertad y no, como han deducido algunos juzgadores, acordarle medidas menos lesivas. Es la cara autoritativa de las disposiciones legales en comento.

Claro que la misma Corte IDH ha concebido la posibilidad de la variación, jurisprudencia que algunos tribunales del patio, sin la debida reflexión, han asumido como válida entre nosotros. Y me permito subrayar el déficit de cavilación en la importación de ese criterio, porque en todos los casos que han llevado a dicho órgano jurisdiccional a sentarlo, las legislaciones de los países acusados –Argentina, por ejemplo- permite la variación de la prisión preventiva. No es lo que la nuestra contempla, por lo que pudiera aseverarse que las reglas de los arts. 241.3 y 370.2 del Código Procesal Penal no dejan otra opción –cuando topa los 12 o 18 meses, según el caso- que disponer la excarcelación, o si se prefiere, el cese liso y llano de la prisión preventiva que el encartado ha cumplido.