Reminiscencias
Casimiro, el loco de mi pueblo
De Casimiro, el loco de mi pueblo, he escrito otras veces. Mi anécdota preferida ha sido la vez que hizo salir huyendo a un grupo de abogados que aguardaba audiencia en el Parque Duarte, frente al tribunal.
A ellos les pareció divertido cuestionar a Casimiro acerca de cómo le había ido en su último entrenamiento en el manicomio. La respuesta fue sabia y graciosa; los puso en desbandada al no respetar el drama de su quebranto,
“Oíganme -les dijo- ¿ustedes saben lo que es un manicomio? ¿Han estado allá, así sea de visita? … Se dicen cosas feas y de gente grande, volviendo la cabeza hacia el busto de Trujillo.”
Casimiro, vengaba así la pregunta y sonrió al ver los abogados desparramarse.
Hoy quiero referir otras cosas de aquél interesante personaje. En mi pueblo vivía Ángel María Liz, oriundo de Santiago; era una leyenda su decoro, asombrosa su resistencia y oposición al régimen de Trujillo. Se reputaba como el abogado más valeroso del mundo, cuya prisión sin proceso alguno abierto motivaba el respeto de la República.
En una ocasión se produjo con todas las características de la letal desaparición, pues fue por muchos años; se temió lo peor y se guardó un silencioso duelo. Tenía su oficina de abogado muy bien nutrida de libros importantes, pero era su manera principal de evidenciar el abuso, pues carecía de exequátur desde los primeros tiempos de la fuerza en el poder.
Era don Ángel una especie de ídolo, admirado por todos, por ser representante incoercible del honor nacional. Pues bien, se daba el caso de que don Ángel tenía mucho aprecio y sentía compasión por Casimiro; cuando él se “revolteaba” y las muchachas de la primaria Costa Rica se llenaban de pavor tan sólo por la inminencia de su presencia, era don Ángel quien, si estaba en libertad, salía de su oficina del frente a “amansarlo”.
Se hicieron famosos los diálogos entre ellos: “Casimiro, estése tranquilo. Deje de meterle miedo a las muchachas de la escuela haciéndose el loco; entrégueme ese hierro que tiene en la mano, deje de mover las zanjas de la frente que meten tanto miedo.” Le respondía el desdichado orate: “Angel, tú estás más loco que yo, porque te atreves a pelear con el peje Tinglar”, refiriéndose a Trujillo; “Sabemos lo verdugo que es, lo único que tú eres abogado, que no le tienes miedo y te voy a decir algo, no te ha matado por lo guapo que eres”. Cerraba su respuesta, diciendo: “Ostacilio y tú se han salvado en tablitas, porque no tienen miedo.” Se refería al Lic. Ostacilio Peña Páez, otro baluarte del civismo: “A mí no me toman en cuenta porque tengo el cerrao y me creen loco”.
Don Angel, benevolente y severo a la vez, respondía: “Entrégame el hierro y deja tranquila a Chea y sus muchachas”, se refería a una venerable maestra directora de la escuela, doña Chea Bergés, donde por cierto asistía la que ha sido mi esposa durante 65 años. Por andar sabiendo de ella, pude presenciar algunos diálogos de esos hombres tan especiales.
“Ven, Casimiro, entra a la oficina que te tengo un regalito”, le decía don Ángel; Casimiro respondía: “Así está bien, lo que yo tengo malo no es en la cabeza, son mis tripas vacías.“. Era para llorar todo aquello. En cierto modo, compartían una especie de suerte, a uno lo internaban para tratar su esquizofrenia a cada rato, y al otro para castigar al gigante de la dignidad ciudadana.
Pero, de Casimiro me quedan otras cosas que recordar. Una alegre mañana del año ‘45, se regó la alarma: Casimiro se había “revolteado” y amenazaba con matar a su madre, no con el hierro de reglamento, sino con machete afilado. Ella le vio temprano con un tubo de zinc en las manos conversando con Dios, supuestamente, que estaba de paso en la luna; le oyó responder: “No, no, no puedo Señor, pero usted que es tan bueno me ordena que mate a mi mamá? Imposible!! Ella que me habló tan bien, usted pide que la mate? Búsquese otro para eso!.” Y de repente, exclamó: “Espere, usted me dice que si no lo hago usted me va a halar para allá? Eso es otra cosa, yo mejor la mato si usted me perdona”.
El barrio se trancó; la propia madre aterrorizada pedía auxilio ante aquella fuerza de la naturaleza que era su enfurecido hijo. Uno gritó: “Llamen la policía!”. La madre dijo: “No, la ataca y me lo matan”. Don Ángel estaba desaparecido; doña Enedina Marrero, encantadora y entusiasta de todos los festejos tradicionales de mi pueblo, expresó: “Caramba! Lorenzo está en la capital; lo hubiera amansado”. Una viejecita rezadora dijo: “Yo voy donde el Padre Henríquez”, refiriéndose a otra muestra inmensa de valor y virtudes que, para sorpresa, accedió a ir. Casimiro no se atrevió a contar su conversación con la luna; mansamente se entregó y pidió perdón por ese maldito quebranto que no lo quería soltar. Llegó don Lorenzo, hombre de integridad inaudita, y se hizo cargo del drama y por enésima vez hizo la diligencia de internar a Casimiro en el manicomio.
Pero, eso no fue todo. Ya contaré en mi próxima reminiscencia lo que le había ocurrido al pueblo cuando recibió un bayonetazo en el corazón. Casimiro fue aludido en un sermón desgarrador del Padre Henríquez.