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Patente de corso

“Sois la hostia, la hostia”

En Colombia me quisieron robar hablándome todo el tiempo de usted; en El Salvador me encañonaron diciéndome hijoeputa con extraordinaria cortesía, y en Nicaragua un militar formuló la más extraordinaria amenaza de muerte que me han hecho jamás: «Amigo, no perdamos la dulzura del carácter».

Desde la niñez, los profesores enseñan respeto y valores de la buena educación.

Desde la niñez, los profesores enseñan respeto y valores de la buena educación.

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Arturo Pérez ReverteMADRID, ESPAÑA TOMADO DE XL SEMANAL

Llama a la puerta un mensajero, deja su paquete y se mar­cha. Y mientras cie­rra la puerta, Con­chi, la señora que trabaja en casa desde hace veintisiete años, me comenta: «Hay que ver qué educados son estos muchachos americanos, ¿verdad? Y lo bien que hablan». Luego vuelve a sus asuntos y yo me quedo pensan­do que sí, en efecto. Que en su mayor parte son muy corteses y hablan un español excelente, mejor que el de los nacidos a este lado del Atlántico. Aunque luego, al vivir aquí, ya en contacto con la zafia idiosincrasia nacional, se les vaya pasando.

Alguna vez comenté mi admira­ción por las palabras que un cam­pesino peruano o ecuatoriano dijo en la tele tras un terremoto: «Pues verá, señor, hubo un temblor de tierra espantoso, el techo oscilaba, y agarré a mi familia para poner­los a salvo y salvar nuestras vidas». Una situación que, no me cabe du­da –y a ustedes tampoco–, un es­pañol medio habría resuelto segu­ramente con: «Joder, se lió parda, hubo un terremoto del copón y sa­limos cagando leches». Y no digan que exagero. Hace unos días, una española responsable de no sé qué departamento de sanidad expresa­ba así su admiración por el trabajo de sus colegas durante la pandemia: «Sois la hostia, la hostia. Flipo, flipo, flipo».

Lo comento con mi amiga y edito­ra Pilar Reyes, nacida en Colombia, y dice algo que me deja pensativo: «Hay una parte de tradición, de la antigua cortesía y habla de las clases dominantes españolas, que ha sido referencia social durante siglos. Pero es que, además, en España se es pos­moderno, pero en América se es to­davía moderno. La cortesía, el buen hablar, son herramientas prácticas. Allí, donde hay lugares de una po­breza extrema, aún se cree en ellas para la vida diaria, para mejorar el futuro. Van en un mismo paquete llamado educación».

Ésa es la palabra que me queda bailando en la cabeza: educación. Y poco tiene que ver con la posición so­cial. La educación y sus consecuen­cias visibles, como la cortesía o el buen hablar, se manifiestan de mu­chas maneras en Hispanoamérica. Incluso entre gente humilde, inclu­so en la violencia. Y doy fe de ello: en Colombia me quisieron robar ha­blándome todo el rato de usted; en El Salvador me encañonaron dicién­dome hijoeputa con extraordinaria cortesía, y en Nicaragua un militar formuló la más extraordinaria ame­naza de muerte que me han hecho jamás: «Amigo, no perdamos la dul­zura del carácter».

En mi opinión, ese respeto por el lenguaje, y en especial su culto en­tre las clases humildes de allí, tiene mucho que ver con la esperanza de un futuro mejor. En lugares donde la pobreza es tan intensa que la movili­dad social resulta difícil o casi impo­sible, la educación en su sentido am­plio ha sido, durante siglos, la única posibilidad. Ahora el narcotráfico ofrece una siniestra vía alternativa, pero subsiste el reflejo de la antigua honrada esperanza: soy pobre y es­toy condenado a una vida mísera, pero si mi hijo aprende, habla bien, tal vez su vida sea mejor que la mía. Así se explica que familias de una in­digencia extrema se sacrifiquen para que uno de ellos estudie, salga ade­lante y ayude a toda la familia a me­jorar. Por eso gente atrozmente po­bre se las arregla para que al menos un hijo o una hija vayan al colegio, donde heroicos maestros hacen lo que pueden. Para que un día los chi­cos tengan un trabajo digno, o viajen a Estados Unidos, o a España, y vi­van mejor de cómo vivieron sus pa­dres y sus abuelos.

Deberíamos recordar eso cada vez que un mensajero con cara de maya o azteca llama a la puerta para dejar un paquete. Cuando oímos su «bue­nos días, señor» al entrar en un taxi, un bar o un restaurante. Cuando una chica con pelo negro y rostro de Malinche dice «¿me regala su pin?» al acercarle la tarjeta de crédito. No es servilismo ni humildad, sino una visión del mundo más sufrida y no­ble que la nuestra: la huella del es­fuerzo y sacrificio de quienes los educaron para que su futuro fuese diferente. Ojalá conservaran esa no­bleza de maneras en vez de perderla al vivir aquí. Son muchas las leccio­nes de dignidad y coraje que pueden darnos esos tipos bajitos de hablar suave, que cuando los ofendes, orgu­llosos como indios y españoles que son, te miran con ojos oscuros y pe­ligrosos; o esas mujeres de voz dul­ce y cabello negro, que tanto saben de sufrimiento y de vida. Aprendie­ron de la vieja España, cuya sangre llevan y cuya lengua hablan, cuando todavía éramos alguien de quien se podía aprender; y ahora están aquí porque tienen derecho a estar. Son tan nuestros como nosotros suyos. No los hagamos avergonzarse de lo que somos. No les defraudemos la memoria .

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