Santo Domingo 23°C/26°C thunderstorm with rain

Suscribete

Enfoque: Patente de Corso

Aquella vida olvidada

Avatar del Listín Diario
Arturo Pérez ReverteMADRID, ESPAÑA TOMADO DE XL SEMANAL

Está postrada en la cama, tan guapa a los 96 años co­mo siempre lo fue. Guapísima y también serena, pues la enfermedad que la consume despacio, que no es otra que la vejez natural que nos espera a to­dos si vivimos lo suficiente, es piadosa con ella. No sufre y está bien atendida: se la ve conmovedoramente flaqui­ta y consumida, pero limpia, aseada, tan pulcra como de costumbre. Vestida con un elegante camisón, apoya en el almohadón de la cama la cabeza ya frágil, el cabe­llo cano y corto, bien peina­do, que siempre tuvo muy abundante y hermoso. Es la apacible imagen de una vi­da que se extingue despa­cio, mansamente, y que un amanecer cualquiera, cuan­do sus hijos acudan a verla, se habrá dormido para siem­pre, al fin, ojalá con la mis­ma sonrisa dulce que ahora tiene en los labios.

Sentado a su lado, el hi­jo mayor le tiene cogida una mano. Ella la mantiene así desde hace rato, asida a la suya, mirándolo con curio­sidad. Su memoria se hun­dió en las brumas del tiem­po y no sabe quién es ese sexagenario con canas en la barba que antes la besó en la frente y permanece inmó­vil junto a ella. No lo reco­noce, aunque a veces una palabra, un gesto, un re­cuerdo que logra abrirse pa­so, le hagan abrir más los ojos con un relámpago de reconocimiento, o de vaga memoria. A veces, incluso, hasta trae a su boca una pa­labra que evoca un nombre hallado de pronto, un ape­lativo familiar, una antigua escena. No rememora del todo, pero quiere hacerlo. Y cuando se produce el mila­gro y se asoma un instante al pasado, asiente y sonríe con dulzura y un brillo feliz en la mirada.

El hijo habla desde ha­ce rato. Conversa despacio, paciente, contando con mu­cho detalle. Como sabe que ella no recuerda, que cuanto él diga será tan nuevo para la anciana como si no hubie­ra ocurrido nunca, está con­tándole su propia historia. La de ella misma. Por fortu­na es casi toda una historia feliz, que apenas es necesa­rio alterar para que suene bonita: sólo algunas omisio­nes lejanas, años de infancia desgraciada, viajes a luga­res extranjeros y tiempos de guerra. Dejando eso aparte, el hijo-narrador se centra en la parte dichosa de esa vi­da: la juventud, el trabajo, el amor, la casa familiar, el mar cercano, los hijos y los nie­tos. Le cuenta todo eso des­de el principio mientras ella escucha con atención, pen­diente de las palabras, en­treabierta la boca, oyente fascinada por un relato que ignora es el suyo propio. Y cuando los otros familiares que están cerca hablan en­tre ellos de otras cosas, los mira molesta y los reconvie­ne. «Callaos, bobos –les dice suavemente–. ¿No veis qué cosas más interesantes me están contando?».

Y así, el hijo mayor le na­rra a la anciana la historia de una joven de dieciocho años que trabajaba en una agencia de viajes y cada día pasaba ante la casa de otro joven que se enamoró de ella; y de cómo éste consi­guió que se la presentaran unos amigos; y cómo, cuan­do ella conoció a aquel chi­co alto, serio y educado, de­cidió casarse con él; y cómo fueron el noviazgo de cua­tro años y el primer beso ro­bado a costa de un bofetón junto a la cortina de un ci­ne, y los paseos por el mar, y la boda, el viaje de novios y el mes entero durante el que el pobre marido, un perfecto caballero, tuvo la delicadeza de respetar la intimidad de la joven es­posa hasta que ella –eran otros y absurdos tiempos– venció los escrúpulos y complejos con los que una educación rigurosa de las de antes la tenía bloquea­da. Etcétera.

Y mientras la anciana de pelo blanco escucha con mu­cha atención la historia de aquella joven a la que des­conoce, y murmura «menu­da tonta era ésa», su hijo si­gue cogiéndole la mano y le cuenta también cómo nacie­ron él mismo y sus herma­nos, y relata la existencia de la mujer que vivió en un her­moso lugar entre montañas y junto al mar, y cómo iba de noche a esperar al marido cuando regresaba de traba­jar, a la luz de una antorcha que iluminaba de rojo el ca­mino. Y de qué manera fue siguiendo la vida su curso, y los hijos crecieron y marcha­ron a lugares lejanos, pero siempre regresaron a verla. Y cómo tuvo también mu­chos nietos, envejeció apaci­blemente y leyó libros boni­tos, escribió poemas cursis y cocinó calderos levantinos que concitaban en casa a to­dos los vecinos, y sus veranos fueron una sucesión de her­mosos ponientes rojos sobre un mar en calma, que ella pintó bellamente sobre lien­zos y países de abanicos. Y así, mientras escucha la re­lación ya desconocida de su propia vida, la mirada de la anciana reluce de interés y goce, y sin soltar la mano del hombre que ignora que es hi­jo suyo, dice: «Es una histo­ria verdaderamente bonita». Y añade: «Debió de ser una mujer muy feliz ésa de la que usted me habla»

Tags relacionados