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Hacia la estación de Finlandia

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Mario Vargas LlosaMadrid, España

Edmund Wilson pu­blicó decenas de li­bros –artículos, ensayos críticos, po­lémicas, un largo es­tudio sobre la literatura de la guerra civil de Estados Unidos, Patriotic Gore, y sus diarios personales, bastante sicalípti­cos. En toda esa obra extraor­dinaria destaca To the Finland Station, que lleva como subtí­tulo Un estudio sobre escribir y actuar en la Historia, apareci­do en 1940. Se trata de un li­bro absolutamente actual, que se puede leer y releer como las grandes novelas, y que, con los años transcurridos desde su publicación, ha ganado encan­to y vigor, igual que las obras maestras literarias.

Su propósito es narrar, como lo haría una novela, la idea so­cialista, desde que el historia­dor francés Michelet descubrió a Vico y sus tesis de que la his­toria de las sociedades no te­nía nada de divino, era obra de los propios seres humanos, hasta que, dos siglos más tar­de, una noche lluviosa, Lenin desembarca en la estación de Finlandia, en San Petersbur­go, para dirigir la Revolución rusa. Es un libro de ideas, que se lee como una ficción por la destreza y la imaginación con que está escrito, y la originali­dad y la fuerza compulsiva de los caracteres que figuran en él –Renan, Taine, Babeuf, Saint-Simon, Fourier, Owen, Marx y Engels, Bakunin, Lassalle, Le­nin y Trotski- que, gracias al poder de síntesis y la prosa de Wilson, se graban en la memo­ria del lector como los persona­jes de Los Miserables, Los her­manos Karamasov o Guerra y paz. Se trata de una obra maes­tra que, por razones políticas, fue marginada, pese al altísimo valor que tiene desde el punto de vista literario.

La idea socialista es la idea de un paraíso sobre la tierra, de una sociedad sin pobres ni ricos, donde un Estado genero­so y recto distribuiría la rique­za, la cultura, la salud, el ocio y el trabajo a todo el mundo, se­gún sus necesidades y su capa­cidad, y donde, por lo mismo, no habría injusticias ni des­igualdades y los seres huma­nos vivirían disfrutando de las buenas cosas de la vida, empe­zando por la libertad. Esta uto­pía nunca se materializó, pero ella movilizó a millones de per­sonas a lo largo de la historia, y produjo huelgas, asonadas y re­voluciones, violencias y represio­nes indecibles, y, además, un pu­ñado de personajes fascinantes que trabajaron hasta la locura por encarnarla en la realidad. El resultado de esta odisea irreali­zable fue que, en gran medida, gracias a las luchas que motivó, ella sirvió para corregir buena parte de las injusticias feroces de la vieja sociedad, y para que la clase obrera y sus sindicatos renovaran profundamente la vi­da social, adquirieran derechos que antes se les negaban, y fue­ran transformando la economía y las relaciones humanas de ma­nera radical.

Probablemente el hom­bre más odiado por Lenin fue Eduard Bernstein, el líder de los socialdemócratas alemanes, a quien acusaba de “oportunis­mo” y “reformismo”, palabras terribles en la jerga marxis­ta. ¿Por qué ese odio? Porque Bernstein, en efecto, pasó de re­volucionario a reformista, gra­cias a las concesiones que el poderoso movimiento obrero alemEl libro sólo llega hasta la estobra maestra.ispone a edi­tarla de nuevo. Preparee la em­presa, y lo concluyán había ido arrancando a la burguesía: me­jores salarios para los obreros, colegios y hospitales, niveles de vida que se confundían con los de la baja clase media, reconoci­miento y protección legal para los sindicatos. En este entorno era un delirio seguir postulando la re­volución total. Pero Rusia no era la Alemania socialdemócrata. Allí había un Zar y una policía que asesinaban y torturaban a man­salva y campos de concentración en el Polo Ártico, donde los revo­lucionarios pasaban muchos años si sobrevivían a la hambruna y al frío. Lenin y la increíble Krúpska­ya estuvieron detenidos allí. En es­te contexto, las tesis socialdemó­cratas de Bernstein no tenían razón de ser, prevalecían las de Lenin: un partido de militantes revoluciona­rios que exigía “todo el poder” pa­ra hacer las reformas que cambia­rían la sociedad rusa de raíz y, esto lo añado yo, crearía la sociedad to­talitaria más perfecta de la historia. Esta es sólo una de las innumera­bles rupturas y enemistades que la lucha por la idea socialista generó. Y, acaso, no sea tan luminosa y no­velesca como la que separó a Marx y Bakunin, o a Marx y Lassalle. El anarquista Bakunin fue inmensa­mente popular; en las cárceles per­dió los dientes y los músculos, pero no la convicción y caminando por media Europa divulgó –y le cre­yeron- su doctrina básica: que “la destrucción” era una idea funda­mentalmente creativa.

Otras páginas inolvidables en el libro están dedicadas a la extraor­dinaria amistad que unió a Marx y a Engels; la descripción que ha­ce Edmund Wilson de la generosi­dad y la entrega de Engels a Marx y su familia, convencido de que és­te cambiaría la historia de la huma­nidad, es imperecedera. Engels no sólo mantiene a los Marx por lar­gos años; llega a escribir las cró­nicas para el periódico norteame­ricano que contrató a Marx como colaborador. Es imposible, leyen­do este capítulo, no sentir por En­gels la misma simpatía y reconocer su discreto heroísmo, como hace Edmund Wilson en páginas con­movedoras. Engels odiaba ser empresario en Manchester y se sacrificó varios años a ese oficio, para que Marx pudiera escribir el primer volumen de El capital. El segundo, fallecido Marx, resultó más difícil de redactar, pese a que éste había dejado muchas notas y fragmentos. Inició la tarea el pro­pio Engels, pero no pudo termi­narla, abrumado por la enormi­dad de la empresa, y la concluyó, finalmente, Karl Kautsky. Todos estos episodios tienen, en el libro de Edmund Wilson, color, gracia, la convicción de que detrás de esos oscuros y minúsculos acon­tecimientos se daban pasos deci­sivos para la transformación de la historia humana. No era exacta­mente así, pero en el libro lo es, y uno de sus grandes méritos es convencernos de ello.

Al mismo tiempo que creaban tipos extraordinarios, fuerzas de la naturaleza, como el anarquista Bakunin y el socialista Lassalle, las luchas sociales iban renovan­do Europa y los sindicatos y par­tidos políticos obreros transfor­maban la sociedad, volviéndola menos injusta. Salvo Rusia, don­de, sobre todo el Zar Alejandro III, no hizo nunca la menor con­cesión y prosiguió con la fero­cidad de antaño la persecución de adversarios, moderados o in­transigentes. De este modo cavó su propia tumba y embarcó a su país y al mundo en la aventura más ruinosa. Todo esto ocurre en Hacia la estación de Finlan­dia sin que Stalin adquiera toda­vía poder ni la revolución haya mostrado su cara más horrible: la liquidación de los disidentes, reales o inventados. En sus últi­mas páginas Lenin y Trotski son amigos, se respetan mutuamen­te, y este último acaba de publi­car un ensayo vibrante: 1905.

Trotski no tenía la convicción fanática de Lenin, ni estaba dis­puesto a los más trágicos sacri­ficios para sacar adelante la re­volución; era más culto y mejor escritor. Pero las revoluciones no las hacen los hombres de cultura sino los revoluciona­rios y Lenin lo fue en cuerpo y alma, con la ayuda de Krúps­kaya, exigiendo a los militantes que no olvidaran un solo instan­te la idea de la revolución y es­tuvieran dispuestos a hacer por ella todos los sacrificios.

El libro da cuenta de las teo­rías encontradas, las rivalidades y enemistades, las vanidades en juego, las intrigas y pellejerías que regulaban la vida de esos grandes hombres, y, al mismo tiempo, cómo, trabajando por la justicia, se iban cuajando las fu­turas injusticias. Ese equilibrio difícil entre tipos humanos y conductores de masas Edmund Wilson lo resuelve de manera soberbia, destacando, por ejem­plo, en el caso de Marx, la mise­rable vida que él y su familia lle­varon viviendo en dos cuartitos de Soho y la fantástica transfor­mación social de la que aquél te­nía la absoluta convicción de ser portaestandarte.

Hubo una antigua edición de Hacia la estación de Finlandia en español, que pasó casi desaper­cibida. Ahora, en una traduc­ción perfeccionada, Debate la edita de nuevo. Preparémonos a recibir dignamente esta obra ex­cepcional.

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