Reflexiones del director

Entre el horror y la memoria

El periodismo no es solo contar historias. A veces es hundirte en ellas, respirar su polvo, tocar su sangre, cargar con su peso años después, cuando el silencio de la noche te devuelve los gritos que no pudiste olvidar.

Hoy, mientras la República Dominicana llora las 221 almas arrancadas en la discoteca Jet Set, mis pensamientos regresan a dos tragedias que marcaron mi vida como reportero. No son solo recuerdos; son heridas que nunca cerraron.

El mar que devoró un avión (1970)

Era una noche cualquiera hasta que el teléfono sonó. La voz de Milciades Ubiera, nuestro jefe de Redacción, cortó el aire con urgencia: “Vuelve. Un avión de la CDA se estrelló. No hay supervivientes.”

Minutos después, la redacción bullía con un frenesí macabro. ¿Quiénes iban a bordo? ¿Cómo ocurrió? ¿Dónde cayó? Las respuestas llegaban entre murmullos y golpes de teletipo. El país entero contuvo el aliento.

Al amanecer, me encontré en la popa de la lancha “Capella”, garfio en mano, navegando hacia la zona donde el mar escupía restos del vuelo 603.

El aire olía a sal y a muerte.

Los tiburones ya habían llegado antes que nosotros, trazando círculos voraces entre los escombros.

Recogimos lo que el océano quiso devolvernos: maletas abiertas como heridas, zapatos sin dueño, cuerpos mutilados por la fuerza del impacto.

El capitán me dijo que bebiera agua salada para contener los vómitos y las náuseas. No sirvió de mucho. Años después, todavía me parece sentir el sabor amargo de aquel día.

Managua, la ciudad que se desvaneció. (1972)

Dos años después, otra llamada. Otro vuelo. Esta vez, hacia un infierno en tierra firme.

El terremoto de Managua había convertido una ciudad vibrante en un camposanto.

El fotógrafo Napoleón Leroux y yo llegamos sin equipaje, sin planes, sin saber que quedaríamos atrapados diez días entre ruinas y cadáveres.

El olor —!Dios, el olor!— se pegaba a la piel como un segundo sudor.

Trabajamos sin descanso, transmitiendo noticias entre réplicas sísmicas, repartiendo agua a damnificados que escarbaban con las uñas en busca de sus familiares.

Pero el destino guardaba un último golpe: Roberto Clemente, el héroe que venía a salvar vidas, murió en otro avión maldito, hundiéndose en el mismo mar que años antes me había robado el sueño.

El fantasma de la Jet Set

Hoy, después de ver las imágenes de los rescatistas luchando contra el reloj en los escombros de la discoteca, reconozco esa mirada en sus ojos. Es la misma que tuve yo. La que queda cuando has visto demasiado.

El techo de la Jet Set no solo aplastó cuerpos; quebró algo en el alma dominicana.

Como en 1970, como en 1972, el dolor no se irá con el duelo oficial. Se quedará, agazapado, en los padres que ya no escucharán la risa de sus hijos, en los amigos que evitarán pasar por la calle donde antes bailaban sin miedo.

El periodismo, al final, no es solo contar historias. Es no permitir que el mundo las olvide.

Por los que se fueron. Por los que siguen aquí. Por los que vendrán.