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Con el alma desgarrada

El pasado fin de semana fue traumático.

Una dama y su hija de solo dos meses murieron en el centro de la capital como consecuencia de una fumigación desproporcionada.

Hay más afectados por el veneno, pero los médicos parecen estar controlando los nocivos efectos.

Esa dama y su querubín no pueden ser solamente un saldo trágico más, sino una oportunidad para establecer reglas.

Un Estado responsable, un gobierno eficaz, no debe aceptar la muerte de estas dos personas como algo pasajero.

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¡No! Muertos ya, en su honor y para el bien de todos, debemos sacar las lecciones que nos permitan aprender de los errores.

El Ministerio de Salud Pública, que siempre lo hemos visualizado como un agente de prevención más que de curación, debe regular y administrar todas las labores de extinción de plagas.

Fumigar en un apartamento o casa, para que las alimañas se muden al vecino y cuando este también fumigue, regresen, es una tontería absurda.

Necesitamos limpieza colectiva por ensanches, barrios, edificios, cuadras, municipios.

Ahí está la solución. Tirar insecticidas en un hogar para que los insectos se muden al próximo, es una estupidez que nada resuelve.

Salud Pública debe tener una programación –como en la Era de Trujillo– para fumigar, con un agente amigable, los barrios y ensanches del país.

Después de todo, prevenir enfermedades –y muertes– siempre será menos costoso que curar enfermos o enterrar difuntos.

Si Salud Pública y los cabildos coordinan acciones, el país será un ejemplo de prevención y un modelo de salvar vidas.

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