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Reflexiones del director

Cuando era canillita

Los canillitas o pregoneros de noticias de los periódicos constituyeron una de las estampas más cotidianas en la vida de los medios impresos.

Mucho antes de que los diarios emplearan repartidores en bicicletas de canasto y, más adelante, en motocicletas, la distribución recaía en gente de a pie.

Una buena parte del éxito de las ventas al pregón se debía a la capacidad de los canillitas para anunciar las noticias importantes en alta voz.

Era habitual, tempranito en nuestras calles, escuchar en viva voz de ellos, las novedades que traían los periódicos y de ahí podía depender la opción de compra de los lectores.

Cuando la ciudad comenzó a crecer y las distancias se hacían más difíciles de abarcar caminando a pie, los periódicos optaron por instalar vendedores o “promotores” en las intersecciones más transitadas.

Y, en esos casos, la competencia de ventas se hacía en base a exhibir las portadas que, en la presunción de los canillitas, podían ser más atractivas.

Eso planteaba el riesgo de que al exhibir la portada de un diario en específico, las de los otros quedaran opacadas y sus ventas no fueran buenas ese día.

Eso hacía que, en un momento dado, a los ocupantes de un vehículo los abordaran más de uno o dos promotores en la puja por ofrecer el mejor producto.

A mis diez años yo experimenté esas vivencias, pues junto a unos compañeritos decidimos ser pregoneros en la calle del periódico 1J4, siglas del Movimiento Revolucionario 14 de Junio (MR-1J4), en honor a los mártires de la malograda expedición antitrujillista de junio de 1959.

Aunque con sus naturales sesgos políticos, su contenido abarcaba algunas noticias del momento y muchas historias de las torturas y persecuciones que sufrían los jóvenes antitrujillistas y antisistema, en los umbrales de la vida democrática.

Vender, pues, el periódico 1J4 era una labor arriesgada, porque como canillitas al fin había que vociferar los ácidos y críticos contenidos de portada, para atraer compradores.

El 1J4 era tabloide, en blanco y negro, y traía abundante contenido de gráficas y texto. Era como vender granadas explosivas en la calle, a todo riesgo.

Como distribuidores, comprábamos cada ejemplar a 6 centavos para poder ganarnos 4 centavos, ya que el precio era de 10.

Vendíamos, más que nada, en el sector de Gascue, para entonces poblado por las familias más acomodadas de la ciudad, y evadíamos entrar a otras zonas donde la Policía del régimen, muy represiva, podría dañar la venta.

O dándote un macanazo, quitarte los ejemplares o meterte preso por agitador.

Estas experiencias juveniles me permitieron conocer un poco el contexto de lo que era el modelo de negocio predominante, aprender algo del mercadeo callejero de un producto tan peculiar como es el periódico y descubrir tácticas de atracción de lectores y compradores.

Ya como ejecutivo de Redacción, una de mis ordinarias tareas era la de invitar a la reunión de editores al jefe de Circulación, como los SEO digitales de ahora, para que nos dijera que querían las “audiencias” callejeras cada día.

Esos “radares” ya cayeron en desuso, como la vieja tradición de los canillitas o vendedores al pregón que marcaron toda una inolvidable época.

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