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REFLEXIONES DEL DIRECTOR

Sin esperar gratitudes

En el ejercicio de su profesión, los periodistas suelen recibir más reproches, críticas o ataques, que gratitudes.

Aunque en justificadas circunstancias esas gratitudes pueden actuar como estímulos, lo conveniente es trabajar sin esperarlas.

Siendo un novato que comenzaba sus prácticas en el Listín Diario en 1968, quedé impresionado por una inesperada pero altísima muestra de gratitud de una lectora a la que no conocía.

Ella llamó a la Redacción para que le tomaran una nota de apenas un párrafo y le hicieran el favor de publicársela en la sección de Sociales que, para la época, era un compendio de breves que anunciaban bautizos, cumpleaños, graduaciones o misas.

La suya era para informar de una misa en recordación de su querida nieta, que había fallecido un año atrás, pero entabló conmigo una conversación que me estaba retrasando una tarea pendiente.

Al día siguiente, la educada señora volvió a llamar a la Redacción y preguntó por mí, expresamente. De manera muy sincera y efusiva me dio las gracias por ese favor que, a mi entender, no era nada relevante.

Y antes de terminar me preguntó si podía hacerle otro favor, aunque escapaba de mis facultades. Me pidió que le publicara un artículo de opinión para destacar las virtudes de su joven nieta fallecida.

Le dije francamente que no podía prometérselo, porque esa era una atribución única del director, don Rafael Herrera.

Y aun así me comunicó que enviaría el artículo con su chofer, para que se lo hiciese llegar al director, diligencia que cumplí.

Cuando el director Herrera vio la firma que calzaba el artículo, se sintió admirandamente complacido de esa colaboración y ordenó publicarla al día siguiente, al lado del editorial.

De nuevo me llamó la amable señora, para darme las gracias por tan diligente esfuerzo.

Y de paso me informó que, por tal causa, había ordenado comprar la última edición del diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, un libraco de alto costo, para obsequiármela.

Le respondí que no era necesario hacer esto, porque estábamos para servirles a nuestros lectores.

Coincidentemente, para esos días mi primogénita Marcelle Marie cumplía su primer año. Al salir la publicación de ese aniversario, la gentil dama me envió una carta de congratulación, dentro de la cual había un cheque de 100 pesos para que le comprara un buen regalo a mi niña.

Mucho dinero para un practicante que apenas recibía 150 pesos mensuales.

Al mismo tiempo, me invitó a que llevara la niña a su residencia, para conocerla, una hermosa y grande mansión victoriana del sector de Alma Rosa, la vasta extensión de tierras propiedad suya y de su marido, un destacado general y líder político de principios del siglo 19.

Con el tiempo cultivé una gran amistad con ella, sobre todo después de la muerte de su esposo. Hice reportajes de su labor filantrópica con las madres y niños pobres de la zona, muy reconocida por la sociedad.

Años después de fallecer, porque ya estaba muy anciana, y por uno de esos extraños giros de la vida, siendo regidor del ayuntamiento de la capital, propuse y se aprobó designar la calle principal de Alma Rosa, entonces conocida como la 13, con su nombre: Graciela García Godoy viuda Chotin.

Un gesto de gratitud personal, reciprocándole sus desinteresadas pruebas de amistad y buen trato hacia un periodista novato que nunca esperó nada a cambio de sus humildes favores.

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