Casi nos linchan
A los reporteros noveles les gusta demostrar, desde temprano, que tienen garras para buscar y cubrir las noticias, no importa el nivel de riesgos a los que se expongan.
Lo digo por mí y por otros colegas que, sin haber cumplido los veinte años, estábamos siempre en los escenarios de tensiones o peligros, disputándonos las mejores coberturas.
Cuando comencé el periodismo en 1968, uno de los focos más calientes de la resistencia estudiantil revolucionaria al régimen del presidente Balaguer era la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).
Muchas veces cubrí los enfrentamientos violentos entre la Policía y los universitarios, tras las marchas y protestas de las escuelas secundarias en reclamo del “cambio de estructuras”, vale decir, del régimen de gobierno.
En esos años, la UASD montó su primera gran ofensiva magisterial y estudiantil para exigir que se le aprobara un presupuesto anual de 500,000 pesos, conocida como la demanda del medio millón.
El Listín Diario, en distintos editoriales, expresó sus objeciones a la demanda y a las demostraciones de fuerza que la acompañaban.
Con esa postura, se ganó el repudio y su director, Rafael Herrera, los más ríspidos vituperios de la comunidad estudiantil.
En vista de ese clima de rechazo frontal, el director ordenó que ninguno de los reporteros ingresara a la universidad en momentos de tensiones o protestas. Que toda la cobertura se hiciera desde fuera.
Como yo me sentía muy bien acogido entre los distintos grupos estudiantiles, porque a menudo recogía sus inquietudes y las publicaba, me creía inmune a cualquier desafuero posible.
De modo que, violentando la orden del director, lo cual admito que fue un desatino y un riesgo innecesario, hice que el vehículo del periódico regresara a una tumultosa manifestación en el campus.
Cuando la masa nos identificó, se arremolinó sobre el jeep Land Rover en el que íbamos, lo zarandeó de un lado para otro mientras se escuchaban unos gritos que pedían rápido un galón de gasolina.
Y ya a punto de volcarnos, escuchamos la voz enérgica de Hatuey de Camps, el líder de los estudiantes, que se abría paso apresuradamente entre la multitud ordenando parar los desmanes.
Cuando pudimos salir del vehículo, Hatuey arengó a los revoltosos con fuertes expresiones contra la agresión perpetrada, y pidió en cambio un nutrido aplauso para nosotros. “Estos compañeros no tienen culpa de nada y, además, son nuestros amigos”.
Años después le agradecí que evitara que fuéramos linchados. Pero la experiencia me hizo comprender que el reporterismo tiene sus límites y que nuestra valentía personal no debe llegar más lejos de lo razonable, aunque en los periodistas jóvenes el encuentro con el peligro siempre suele ser un reto muy apasionante.