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El paraíso del fraude

Ya perdimos la capacidad de asombro frente a todo lo que ocurre, persistentemente, en una sociedad del engaño.

Nos estamos conformando con admitir, pasivos, todas las aberraciones de la ambición humana, asumiéndolas como el producto de una sociedad desmoralizada.

La honestidad y la integridad moral son piezas de museo.

El fraude, el engaño, la traición y el irrespeto a la vida, aderezados con un fuerte toque de vulgaridad, falta de escrúpulos y miserias humanas en su más alta manifestación, han sepultado las pocas virtudes que predominaban.

No han bastado sometimientos por corrupción en el Estado para frenar la gula por el robo de los dineros públicos.

Tampoco la captura de drogas, capos, sicarios y consumidores, para que el narcotráfico se enseñoree con el dominio o influencia de esferas vitales, como la justicia, el Congreso, los partidos y los cuerpos armados.

El fraude (o las muchas trampas posibles) de la Lotería, la estafa y robo de las tarjetas con subsidios a los pobres, la sustracción y manipulación de dineros y documentos destinados por la Junta Central Electoral al voto en el exterior, son muestras elocuentes.

A las adulteraciones de bebidas y fármacos que matan, intoxican o enferman le sigue ahora la falsificación de las pruebas diagnósticas del Covid, para certificar como negativos a los positivos por el contagio a fin de facilitarles su salida al exterior, mostrando hasta dónde es capaz de llegar la maldad humana, el irrespeto a las normas y las leyes y el libertinaje que socava todo orden y todo amago de institucionalidad.

En este marco de valores en extinción, solo cabe una consigna: ¡Sálvese quien pueda!

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