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Columna del BID

La desigualdad y el boleto de metro

Si hay un servicio público que simbolice la frustración popular manifestada en las masivas protestas en América Latina, se trata del transporte urbano.

En nuestra región, donde ocho de cada 10 personas viven en ciudades, el transporte siempre ha sido una fuente de conflictos. Los buses, trenes y metros van atiborrados. Los horarios no se cumplen. Y, para muchos usuarios, las tarifas son demasiado caras.

Sin embargo, esos mismos medios de locomoción dan acceso a lugares de empleo, comercio, educación, salud y recreo.

En nuestra región, dos de los movimientos de protesta más emblemáticos de la última década, en Brasil en el 2013 y en Chile el año pasado, fueron detonados por aumentos en las tarifas de buses y el metro, respectivamente. En otros países hemos visto grandes estallidos sociales por alzas en el precio de la gasolina.

¿Cómo analizamos estos fenómenos desde el Banco Interamericano de Desarrollo, que en las últimas tres décadas ayudó a financiar decenas de sistemas de transporte urbano en la región?

Por un lado, nos enorgullece haber apoyado soluciones pioneras como los buses de tránsito rápido, una innovación nacida en la ciudad brasileña de Curitiba que luego se propagó por el mundo. Hoy también estamos impulsando grandes proyectos con enorme potencial como el metro de Bogotá.

Por otro lado, las recientes protestas nos obligan a considerar cómo podrían evolucionar los sistemas de transporte para atacar más directamente a la desigualdad, sin descuidar su sostenibilidad financiera.

En casi todos los países del mundo los sistemas de transporte público generan grandes déficits operativos. En países industrializados los gobiernos siempre han subsidiado estos servicios, en parte porque son vistos como un bien público que hace que sus ciudades sean más productivas, limpias y vivibles.

En Washington D.C., la capital de la primera potencia económica del mundo, el metro no cubre ni la mitad de sus costos mediante el cobro de boletos y abonos. La diferencia se financia mayormente con subsidios de los estados y municipios de la región.

En América Latina, en cambio, muchos gobiernos no tienen capacidad financiera para subsidiar el transporte público. Algunos subsidian la gasolina, una opción que paradójicamente beneficia más a las personas pudientes que tienen un automóvil.

Muchos de los sistemas de transporte que ayudamos a financiar intentan recuperar sus gastos de inversión y operación mediante la tarifa. En algunas ciudades latinoamericanas, estas tarifas pueden superar el 10% de los ingresos de los hogares de menores ingresos, comparado con un promedio de 7,5% entre el quintil más pobre en ciudades europeas.

En este contexto, no debe sorprendernos que las personas se indignen ante aumentos de tarifas o directamente se rehúsen a pagarlas. Hemos visto cómo algunos sistemas han caído en crisis porque la evasión genera déficits que se traducen en falta de mantenimiento y demoras, restándole confiabilidad al servicio público e impulsando el uso de vehículos privados.

Para evitar esta trampa, tendríamos que dejar de pensar en los subsidios al transporte como una pérdida de recursos, y considerarlos más bien como inversiones estratégicas que generar grandes réditos económicos, sociales y ambientales.

Además, debemos aprovechar las nuevas tecnologías para asegurar que los subsidios vayan a los segmentos más necesitados de la población en vez de “fugarse” a los bolsillos de los más pudientes, como suele suceder en la actualidad.

Asimismo, tenemos que entender mejor cómo y cuándo la gente decide viajar en un medio de transporte, para luego diseñar sistemas que reflejen las verdaderas prioridades de la gente, sus derechos como usuarios y su disposición a pagar por un servicio digno. A su vez, esto podría ser un primer paso hacia reconfigurar nuestras ciudades para que la vivienda, la seguridad, los espacios verdes y el transporte estén disponibles y sean asequibles para todos.

El transporte público cumple y seguirá cumpliendo un papel clave en el desarrollo de nuestra región. Es imperativo convertir este servicio en un catalizador de oportunidades para los millones de personas que aún aspiran a una vida mejor.

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