El coronel Chabert, Honoré de Balzac

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Uno de los héroes del ejército napoleónico en esa batalla fue el coronel Chabert quien, según todas las crónicas, había muerto en esa batalla.
Varios años después de la batalla, un hombre viejo y muy acabado se apareció en una oficina de abogados en París y pidió hablar con el procurador Derville. Ante su apariencia, sus asistentes dudaron: “El ala del sombrero que tapaba la frente del anciano proyectaba un surco negro sobre la parte alta del rostro. Ese efecto extraño, aunque natural, resaltaba, por la brusquedad del contraste, las arrugas blancas, las sinuosidades frías, el sentimiento descolorido de aquella fisonomía cadavérica. En fin, la ausencia de todo movimiento en el cuerpo, de toda calidez en la mirada, casaba con una cierta expresión de demencia triste, con los degradantes síntomas por los que se caracteriza el idiotismo, convirtiendo aquella figura en algo funesto que ninguna palabra humana podría expresar. Pero un observador y sobre todo un letrado, habría encontrado además en aquel hombre fulminado los signos de un dolor profundo, los indicios de una miseria que había degradado aquel rostro como las gotas de agua caídas del cielo sobre un hermoso mármol acaban a la larga desfigurándola”.
La conversación comenzó así:
“–Caballero –le dijo Derville–, ¿con quién tengo el honor de hablar?
–Con el coronel Chabert.
–¿Cuál de ellos?
–El que murió en Eylau –contestó el anciano”.
El procurador ni se inmutó y se dispuso a oír su historia. El relato de la reunión entre ambos transcurre desde el principio hasta más de la mitad del libro de Balzac.
“–Señor –dijo el difunto–, tal vez sepa que yo mandaba un regimiento de caballería en Eylau. Contribuí con mucho al éxito de la célebre carga que lanzó Murat y que fue decisiva para ganar la batalla. Por desgracia para mí, mi muerte es un hecho histórico consignado en las Victorias y Conquistas, donde es relatada con detalle. Quebramos las tres líneas rusas, que al volver enseguida a cerrarse, nos obligaron a atravesarlas en sentido contrario. Cuando volvíamos hacia el Emperador, tras dispersar a los rusos, me topé con un grueso de caballería enemiga. Me abalancé sobre esos testarudos. Dos oficiales rusos, dos auténticos gigantes, me atacaron a la vez. Uno de ellos me asestó en la cabeza un sablazo que lo partió todo, hasta un gorro de seda negra que llevaba, y me abrió profundamente el cráneo. Me caí del caballo. Murat vino en mi ayuda, me pasó por encima, él y toda su gente, mil quinientos hombres. ¡No le exagero! Mi muerte le fue anunciada al Emperador, quien, por prudencia, (¡algo me quería el patrón!), quiso saber si no habría alguna posibilidad de salvar al hombre a quien debía aquel vigoroso ataque. Para que me reconocieran y me llevaran en las ambulancias, envió a dos cirujanos, diciéndoles quizá con demasiada negligencia, porque tenía faena: ‘vayan a ver si por un casual mi pobre Chabert sigue vivo’. Esos malditos matarifes, que acababan de verme pisoteado por los caballos de dos regimientos, sin duda se abstuvieron de tomarme el pulso y dijeron que estaba bien muerto. Así que el acta de mi defunción fue probablemente redactada según las reglas establecidas por la jurisprudencia militar”.
Después añadió:
“Las heridas recibidas provocaron probablemente un tétanos o me sumieron en una crisis análoga a una enfermedad llamada, creo, catalepsia (…). Mi caballo había sido derribado por una bala de cañón en el costado justo cuando a mí también me hirieron. Animal y jinete se vinieron abajo como un castillo de naipes. Al caerme, bien hacia la derecha, bien hacia la izquierda debí de quedar cubierto por el cuerpo de mi montura lo que impidió que me aplastaran los caballos o me alcanzaran las balas. Cuando volví en mí, señor, estaba en una posición y en una atmósfera de las que no se haría idea aunque estuviera hablándole hasta mañana. El poco aire que respiraba era mefítico. Quise moverme y no encontré espacio. Al abrir los ojos no vi nada. Lo enrarecido del aire fue el accidente más amenazador y lo que me ilustró rápidamente sobre mi situación. Comprendí que, donde me encontraba, el aire no se renovaba y que iba a morir (…). Con un ímpetu que bien puede imaginar, me puse a abrirme paso entre los cadáveres que me separaban de la capa de tierra que sin duda nos habían echado encima (…). No cejé en el empeño. Señor, pues heme aquí. Pero a día de hoy no sé cómo conseguí atravesar la cubierta de carne que ponía una barrera entre la muerte y yo. (…). Por fin me sacó de allí una mujer lo bastante atrevida o lo bastante curiosa para acercarse a mi cabeza que parecía haber surgido de la tierra como una seta. Aquella mujer fue a buscar a su marido, y entre los dos me trasladaron a su pobre casucha. Al parecer tuve una recaída de catalepsia (…). Estuve seis meses entre la vida y la muerte, sin hablar o desvariando cuando hablaba. Al final mis anfitriones consiguieron que me ingresaran al hospital de Heilsberg (…). Al cabo de seis meses…, una buena mañana recordé haber sido el coronel Chabert y al recobrar el juicio quise que el enfermero que me cuidaba me tratara con más respeto del que concedía a un pobre diablo, todos mis compañeros de dormitorio se echaron a reír”.
En fin, donde decía que él era el coronel Chabert, se burlaban en su cara. Lo trataban como impostor. Lo encarcelaron durante dos años y lo señalaron como un pobre hombre que se creía el coronel Chabert: “me convencí de la imposibilidad de mi propia aventura (…) y renuncié a decir que era el coronel Chabert, para poder salir del presidio y regresar a Francia”. Le escribió a su viuda, ahora casada con un conde. Ella ni le contestó.
Para terminar, el coronel dijo: “cuando cuento estas cosas a procuradores, a hombres con sentido común; cuando propongo, yo, un mendigo, demandar a un conde y a una condesa; cuando me alzo, yo, un muerto, contra un acta de defunción, un acta de matrimonio y unas actas de nacimiento, me despachan según el carácter que tengan, bien con ese aire fríamente educado que ustedes saben adoptar para quitarse de encima a un desgraciado, o bien brutalmente, como quien cree hallarse ante un intrigante o un loco. He estado sepultado bajo muertos, pero ¡ahora estoy sepultado bajo vivos, bajo actas, bajo hechos, bajo la sociedad entera, que quiere volver a meterme bajo tierra!”.
El procurador Derville le creyó, aceptó su caso y le dio algunas esperanzas de recuperar su nombre, su fortuna y hasta su ascenso a general. Entonces, fue el propio Chabert quien dudó: “le pareció imposible vivir pleiteando, le pareció mil veces más sencillo seguir siendo pobre”. A esta altura, el coronel piensa que “uno de los caracteres de virtud es no ser propietario”. Pero aceptó la ayuda de Derville y lo primero que hizo el procurador fue hablar con la viuda y conseguir un encuentro entre el coronel y su (¿ex?) mujer.
Al principio, la reunión entre el coronel y su ex parecía conciliadora. Después, él se da cuenta de que ella “quería interesarlo en su situación y enternecerlo lo bastante como para apoderarse de su mente y disponer de él de forma soberana” y de que “los cuidados que se habían prodigado eran un cebo para hacerlo caer en una trampa”. Entonces…, entonces no les voy a contar en qué termina esta historia.
Novela breve y redondita, traducida por Mercedes López-Ballesteros.