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Desde la última butaca

Code Inconnu

Michael Haneke (Baviera, Alemania, 1942) es un cantor de atropellos. Tanto individuales como colectivos. Su cine es un homenaje al lado oscuro de la vida, a ese que evitamos presenciar, por evitar ese maldito complejo de culpa que, como seres pasivos, debemos digerir como ingreditente sin mirar sus consecuencias.  

Sus temas, personajes y cinematografía permiten presentarnos seres vulnerados y vulnerables, víctimas de nuestra propia indefinición e incapaces de llevar a la práctica esos golpes que nos damos en el pecho creyéndonos valientes, justos y tolerantes.

No tiene preferencia para incluir en sus historias las experiencias traumáticas de niños, adolescentes, jóvenes o ancianos. Por el contrario, como espectador de la tragedia humana, Haneke sabe sacar a la luz el antro individual de la maldad que más nos duele. En Benny´s vídeo retrató el fantasma de un joven desquisiado. En La pianista reprodujo la sicología de una mujer frustrada sexual y en Caché reprodujo el resentimiento de las clases sociales más altas frente a un pasado sombrío.  

Si Funny games trajo el discurso de la humillación ajena como un juego más, en Código desconocido el atropello reviste formas mucho más variadas y complejas.  

En este film, Haneke (de fama también en el teatro) mantiene abiertas las dos vías ideológicas de su discurso narrativo: por una parte el análisis casi sociológico de la violencia en entornos aparentemente inofensivos (familia, amigos, vecinos, etc…) y, por otra, la experimentación continua sobre el lenguaje y sus múltiples posibilidades. En este sentido, el director transforma la pantalla en un campo de experimentación donde el lenguaje (de carácter coral debido al protagonismo de un grupo de personajes unidos por el azar) parte de un impecable guión que no sólo apunta, sino dispara a todos los elementos del cine que logran enlazar tantas historias disímiles, y donde el espectador descubre que no se encuentra frente a un proyecto disgregante, sino atractivo y turbio. 

La denuncia social y la magnitud del discurso fílmico se enriquecen por el adecuado uso de recursos técnicos como el silencio, la banda sonora, los ruidos externos y la música provocativa (que sabe crear tensión con ribetes de esteticismo traumático), la fotografía (despiadadamente hermosa), la ambientación y, sobre todo, un elenco de actores que logra resultados muy equilibrados, encabezado por una Juliette Binoche, con el talento y la capacidad para transmitir, a través de las interrogantes y silencios, las pesadumbres y bostezos que la vida pone en su camino.  

Código desconcodio es otro juego más. Un juego demasiado cercano a la trasgresión sentimental. Un cine dentro del cine y dentro de nuestros propios fantasmas. Porque, a fin de cuentas, Haneke intenta decir que somos culpables de nuestra propia tragedia.

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