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Una silla vacía en Boriquén y una mesa llena en Quisqueya

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-¿Mesa para cuántos?

-Seis…” , “no”… “cinco”.

Mi respuesta quebrada no correspondía al tono amable y vibrante del anfitrión que nos recibía a la entrada del restaurante. Su sonrisa de bienvenida no era coherente con mi rostro decaído y ojos tristes. ¿Y por qué esa cara de luto en un lugar de relajación y alegría?

Punta Cana es un destino donde van millones de personas a encontrar belleza natural, alegría tropical, y separación de su cotidiano. Pero para esta familia boricua era un refugio en la pérdida, un santuario durante algunos de los días más oscuros de nuestra existencia.

¿Estábamos listos para responder a esa simple pregunta? No. Apenas habían pasado dos semanas de verse reducida de manera inesperada y trágica nuestra familia a sólo cinco. Ahora hay una silla vacía en la mesa que nos recuerda que no estamos completos.

Durante los días previos, nuestra casa había estado inundada de personas que venían a apoyarnos tras conocer de la trágica muerte de nuestro hijo a suicidio. Las muestras de amor y solidaridad nos sostenían, pero llegó el momento que necesitábamos espacio. ¿Dónde encontrar refugio? Acá en Puerto Rico no hay lugar donde no nos conozcan y en Quisqueya nos esperaba una mesa abierta.

Esta familia boricua cruzaría el Canal de la Mona en búsqueda de paz, diferente a como lo hacían miles de puertorriqueños en el pasado. Ahora no era para buscar libertad del yugo español o prosperidad en los ingenios azucareros. Quisqueya siempre ha estado en nuestro corazón y en muchas ocasiones nos recibieron abundantes mesas cuando teníamos la oportunidad de vacacionar los seis.

Ahora sería una peregrinación diferente, una lóbrega y lenta. Nuestra encarecida amiga y hermana insistió en cubrir todo para que encontráramos refugio en su isla natal. Allá fuimos recibidos con una mesa abierta para quienes nos encontrábamos dolidos, lastimados, necesitados. La mesa quisqueyana nos ofreció mucho más que el suculento mangú, crugiente concón, o la cantidad de frutas frescas. El afecto, soporte, amor incondicional, y espacio para nosotros fue sanador.

Yo comencé mis labores ministeriales en el Ingenio Quisqueya y aunque sólo tenía diecinueve años, esa experiencia marcó mi vida. Nunca olvidé a mi gente del ingenio, aun cuando ya se había acabado la caña, sentía su dulzura cuando los llamaba desde lejos. Una de las familias que más cerca estuvo de mí fue marcada por la tragedia un tiempo después. Saber que un padre estaba enterrando a su hijo es algo que jamás pensé que yo iba a experimentar.

Me tocó asistir a muchos otros en sus pérdidas durante mis años tempranos de ministerio. Debo confesar que las tragedias humanas me dejaron magullado y debilitado. Las preguntas tormentosas que venían a mi mente me empujaron al borde del precipicio de la incredulidad. ¿Cómo creer en un Dios que permitía esto? Los momentos más difíciles eran frente a los malditos ataúdes pequeños, los que nunca deberían fabricarse.

No encontraba suficientes respuestas, no había paz en mi mente, ni en mi corazón. Se me hacía imposible no ser sarcástico y me moví a una disciplina que me alejaría de acompañar a otros en funerales que me desgastaban emocionalmente. En mis estudios doctorales en arqueología de Oriente Próximo aprendí a guiarme por el método científico y cuestionarlo todo.

Aun así, no he podido desarrollar la fe necesaria para ser agnóstico o ateo. En medio de las tragedias de otros, he podido reconocer a un Dios que me ofrece paz. ¿Qué tal ahora que me clavaban una estaca en el pecho? La depresión succionó la voluntad de mi hijo de manera silenciosa. Cuando era niño lo habíamos llevado a los mejores psiquiatras, pero a sus veinticinco años tomaba sus decisiones solo. Y ahora estaba yo al lado de su cuerpo inerte y al besarlo le susurraba “niño levántate”. Lo hice con timidez, por ver la paz que tenía en su rostro y dudaba si era peor hacerlo despertar, me invadió la seguridad: “Duerme mi bebé, duerme”.

¿Qué hará el hombre que llegó a cuestionar a Dios de forma blasfema ante la muerte de los hijos de otros? ¿Qué voy a decir ahora cuando la silla vacía está en mi mesa? Yo había decidido creer durante todos estos años pasados y realmente experimenté paz. Pero ahora me toca a mí ¿Resucitarían mis dudas? ¿Se demostraría que soy una farsa?

No tengo fe suficiente para dejar de creer. ¿Cómo? He recibido una paz que me inunda mientras recuerdo las memorias hermosas que vivimos. ¿Disonancia cognitiva? ¿Contradicciones sin sentido? No. La esperanza no es lógica, explicable, comprensible, investigable o estadísticamente sólida. La fe es real, pero se escapa de mi laboratorio. Sólo sé que no tengo la fe suficiente para dejar de creer y esperar. Las sillas vacías que me atormentaban se han convertido en símbolos de promesa y esperanza. He aceptado la invitación bíblica de sentarme a la mesa y acoger en mi mente y corazón a Aquel que llama a la puerta.

Lo primero que he tenido que aceptar es que algunos hijos mueren por cáncer, otros en accidentes y otros por asesinato, mi hijo murió por suicidio. Los problemas de salud mental han sido estigmatizados y aunque busquemos especialistas desde que son niños, muchos jóvenes se niegan a continuar una vez alcanzan la mayoría de edad.

¿Cuántas sillas más quedaron vacías? Debemos recordar que el cristianismo no garantiza la prosperidad ni la ausencia de dolor. Se nos asegura que tendremos aflicción, y se nos recuerda que hay "valles de sombra de muerte". La muerte no es una sorpresa, pero no tiene la última palabra. La esperanza en medio del caos y la fe que se sostiene en los momentos más oscuros están más allá de la explicación o la lógica.

No me importa que me etiqueten como el "cristiano cuyo hijo se quitó la vida" o se cuestione mi capacidad como padre. Hoy puedo tener paz y también regocijarme con la esperanza de que esa silla vacía me recuerde que su tumba estará vacía. No tengo todas las respuestas, ni las necesito.

Te invito a que mantengas una silla vacía, pero que tu mesa siempre esté abierta. ¿Mesa para cuántos? ¿7, 12, 15? No sé. ¡Es posible que tengamos que encontrar más mesas! Al invitar a otras personas a llenar las sillas vacías en este momento siempre debes dejar una más vacante. ¡Te doy la bienvenida a mi mesa! Yo sé que siempre tendré una mesa abierta en Quisqueya.

Te invito a la mesa de diálogo donde la que la fe puede ser frágil o estar ausente, y serás bienvenido. Pero recuerda que mi otra mesa tendrá plátanos y otras delicadeces. Siempre tenemos más sillas y más comida.

Tomado del libro De la Amargura a la Esperanza, de Efraín Velázquez (Miami, FL: IADPA, 2022)

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