Cosas pequeñas como esas, de Claire Keegan
Al final de la edición de Eterna Cadencia hay una «Nota sobre el texto» que dice: “esta es una obra de ficción, que no se basa en parte alguna en ningún individuo o individuos en particular. La última lavandería de la Magdalena fue cerrada no antes de 1996. No se sabe cuántas niñas y mujeres fueron escondidas, encarceladas y obligadas a trabajar con estas instituciones: 10.000 es una cifra modesta (30.000 puede ser una cifra más precisa). La mayoría de los registros de las Lavanderías de la Magdalena fueron destruidos, perdidos o vueltos inaccesibles. Rara vez se reconoció de modo alguno el trabajo de esas niñas o mujeres. Muchas perdieron a sus bebés. Algunos perdieron sus vidas o las vidas que pudieron haber tenido. No se sabe cuántos miles de niños murieron en esas instituciones o fueron adoptados en esos hogares de madres e hijos. A principios de este año, el informe de la Comisión de Investigación de Hogares para Madres y Niños informó que 9.000 niños murieron en solo 18 de las instituciones investigadas. En 2014, la historiadora Catherine Corless hizo público su impactante descubrimiento de que, entre 1925 y 1961, en la casa de Tuam, Condado de Galway, habían muerto 796 bebés. Estas instituciones fueron dirigidas y financiadas por la Iglesia católica conjuntamente con el Estado irlandés. El gobierno irlandés no pronunció disculpa alguna sobre lo ocurrido en las Lavanderías de la Magdalena hasta que el Taoiseach Enda Kenny lo hizo en 2013”.
Esta información es necesaria para entender Cosas pequeñas como esas, si bien el hilo conductor de esta breve novela es el perfil del personaje principal, Furlong, muy en la línea de la clase de personas a las que se refiere la narrativa de Claire Keegan (Irlanda, 1968). Antes apareció en Gozar Leyendo # 196 un comentario sobre Recorre los campos azules, en el que se muestra el universo narrativo de esta escritora, a saber, las zonas rurales y pobres de Irlanda, unos lugares donde, decía entonces, domina el “catolicismo que no sólo es la religión que los llevará al cielo sino también la religión que los mantiene en su infierno en la tierra”.
En Cosas pequeñas como esas el protagonista es Furlong, el dueño del almacén de carbón, madera y combustibles de la región, un hombre que “había venido de la nada. De menos que la nada, dirían algunos” y que “vendía carbón, turba, antracita, carbonilla y troncos. Se lo encargaban de a cien kilos, de a cincuenta, o por tonelada o camionada. También vendía fardos de briquetas, leña y garrafas”. Un hombre que no sabía quién era su padre y que vivía con Eilen, su esposa y sus cinco hijas. En secreto, Furlong pensaba que “era fácil entender porqué las mujeres les temían a los hombres, con su fuerza física, lujuria y autoridad social, pero las mujeres, con sus sagaces intuiciones, eran mucho más profundas: podían predecir lo que vendría mucho antes de que llegara, soñarlo de la noche a la mañana y leer la mente. Había tenido momentos, en su matrimonio, en los que casi había temido a Eilen y le había envidiado el temple y sus certeros instintos”.
Entre los clientes de Furlong figuran “las monjas del Buen Pastor, a cargo del convento, dirigían allí una escuela de formación para niñas que les proporcionaba una educación básica. También dirigían un exitoso negocio de lavandería. Poco se sabía de la escuela de formación, pero la lavandería tenía buena reputación (…). Según los informes, todo lo que se enviaba, ya fuera un montón de ropa de cama o apenas media docena de pañuelos, volvía como nuevo. También se decían otras cosas sobre el lugar. Algunos sugerían que las alumnas de la escuela de formación, como se las conocía, no eran alumnas de nada, sino chicas de moral dudosa que pasaban sus días siendo reformadas, cumpliendo una penitencia mediante el lavado de las manchas de la ropa sucia, por lo que pasaban todos los días, desde el amanecer hasta la noche, trabajando. La enfermera local había contado que la habían llamado para tratar a una joven que tenía várices de tanto estar de pie junto a las tinas de lavado. Otros aseguraban que eran las propias monjas las que se mataban tejiendo pulóveres (…) y que no se les permitía hablar, sino únicamente rezar; que a algunas, a mitad del día, no se les daba más que pan y manteca (…). Otros juraban que no era más que un hogar para madres y bebés. Donde muchachas solteras, comunes y corrientes, entraban para esconderse después de dar a luz, diciendo que era su propia gente la que las había mandado allí luego de que sus hijos ilegítimos fueran adoptados por estadounidenses ricos o enviados a Australia, y que las monjas se hacían de un buen dinero colocando a esos bebés en el extranjero, industria que funcionaba bien”.
Un buen día, Furlong llevaba un pedido al convento, no encontró a nadie en la puerta, de todos modos entró y llegó a una capilla donde había “más de media docena de muchachas y de niñas, apoyadas en rodillas y manos, con trapos y latas de antigua cera de lavanda, lustrando en círculos el piso, esforzadamente (…). Apenas lo vieron, reaccionaron como si se hubiesen quemado (…). Ni una de ellas tenía zapatos, sino apenas medias negras y algún tipo de horrible uniforme gris. Una niña tenía un orzuelo feo en el ojo, y el pelo de otra había sido cortado de manera tosca, como si un ciego se lo hubiera cortado con tijeras de podar”. Una de las niñas se le acercó y le pidió que la llevara hasta el río: “yo no tengo a nadie y lo único que quiero es ahogarme”. En ésas, llega una monja, entrega su mercancía y alcanza a darse cuenta de que las chicas están encerradas con candado y que hay entradas con llaves por todas partes.
Después de ese descubrimiento, Furlong toma una decisión en contra del respeto y la distancia que imponen las monjas. Léanlo y verán. Gozarán sí, con la prosa y el sentido del detalle en la escritura de Claire Keegan. La traducción es de Jorge Fondebrider.