Ventana

Lawrence y los árabes de Robert Graves

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Cuando apenas iba por sus treinta y dos años, el escritor londinense Robert Graves (1895-1985) recibió el encargo del propio T. E. Lawrence de que escribiera un libro sobre su quehacer en la guerra que juntó todas las tribus árabes en contra del dominio turco en la península arábiga.

Desde la perspectiva de hoy –y tal vez siempre fue así– T. E. Lawrence fue un personaje controvertido. Después de la película Lawrence de Arabia, inevitablemente su vida es la que allí se narra y su imagen no es distinta al retrato de Peter O’Toole. Pero la historia completa lo muestra unas veces como una especie de héroe de aventura inventado por un periodista norteamericano, otras como un farsante desenmascarado por un cronista inglés, alguna más como un héroe indiscutible y, tal vez la más sensata, que recoge trazas de todas las anteriores, la de un ser muy complejo, muy contradictorio, lleno de talentos –como escritor, como negociador, como conocedor de la índole humana–, que es la que nos muestra el excelente libro de Graves.

La proeza de Lawrence consistió en unir las fuerzas dispersas –a veces enemigas entre sí– de todos los grupos árabes de la península y ayudarles a conquistar para ellos la independencia de los turcos, a quienes expulsaron. La dificultad no sólo consistía en controlar unos grupúsculos de guerreros que actuaban únicamente sobre los intereses de lo que depredaran en cada batalla. Su dificultad era también en contravía de los intereses franceses que querían apoderarse de Siria, de los ingleses que pensaban en ser dueños de Mesopotamia, de los alemanes que deseaban también su tajada. Había tratados secretos entre las potencias anticipándose a repartirse el territorio árabe entre ellas. Y el honrado Lawrence lo que quería era que los árabes tuvieran su propio estado. Así lo escribió: “los árabes se sublevaron contra los turcos durante la guerra no porque el gobierno otomano fuese notablemente malo, sino porque deseaban ser independientes. No expusieron sus vidas en los combates para cambiar de señores, para convertirse en súbditos británicos o ciudadanos franceses. Lo hicieron para autorregirse”.

Un testigo de aquello, Buxton, lo ve así: “Lawrence ha promovido esta rebelión. Parece un chiquillo, tranquilo, dueño de sí mismo, de hermosa cabeza y cuerpo insignificante. Todos los árabes admiran su valentía y destrucción de trenes. No sé si lo que atrae más a esta gente es su intrepidez, su desinterés y aire misterioso, o su éxito en encontrar ricos convoyes que él vuela y ellos saquean. Me ha explicado que, destrozado uno, el ejército se convierte en un circo y se desintegra poco a poco. Sea como fuere, hay que admirar lo que ha llevado a cabo con medios tan pobres. Tiene una influencia asombrosa no sólo sobre los indisciplinados nativos, sino también sobre los oficiales y jefes británicos. Vive siempre con los beduinos, viste como ellos, come lo que ellos y soporta las mismas fatigas que el más ínfimo de ellos. Viaja siempre con ropa blanca inmaculada, y parece un príncipe de La Meca. Espero que se reunirá con nosotros más adelante, porque su presencia nos estimula y nos hace pensar que no sucederá nada malo mientras se halle presente”.

Casi invulnerable (aunque no tanto, Lawrence fue herido nueve veces durante la guerra aparte de cortes de esquirlas en las caderas y un dedo roto y, luego, de simple motociclista en su isla británica, tuvo siete accidentes), estaba lleno de cualidades contradictorias e inesperadas. Por ejemplo: “ningún reloj ganaba a Shaw a despertarse en el momento que deseaba. A cualquier hora. ¿Cómo lo lograba? Se dice que los marineros hacen lo mismo, pero a períodos fijos. No había una hora más difícil que otra para Shaw. Pero siempre anterior a la diana. Los baños eran su dios. Compraba al fogonero civil para que cuidase de la caldera del suyo antes que la de los otros y verle disfrutar uno turco, que se enfriaba gradualmente, era conocer a un individuo dichoso”.

Medía ciento sesenta centímetros de estatura. Dice Graves que “estoy convencido de que Lawrence, si pudiera, ‘no pensaría agregar un codo a su estatura’ (ni siquiera un par de centímetros). La altura no es útil salvo en los deportes y el gentío (él los evita), y resulta llamativa. Recuerdo haberle oído decir de un oficial: ‘un metro ochenta y siete centímetros y, sin embargo, es inteligente’”.

Curioso, también, que un hombre que sentía auténtica antipatía por los uniformes, el poder, la fuerza, el mando, un hombre estudioso, recogido, interesado más en el saber que en el poder, se convirtiera en celebridad como ganador de una guerra: “era, visiblemente, un hombre decente y sincero. Lawrence expuso la verdad: desde la edad de trece años había conseguido becas que le permitieron pagar la enseñanza secundaria y la universidad; se graduó en historia y le habían elegido como becario de investigación en teoría política. A consecuencia de las dificultades de la posguerra, había tenido que alistarse. Se consideraba demasiado culto para la existencia de entonces”. Adulto, tenía dos pasiones: montar en su motocicleta Brough Superior y el concierto en re menor para dos violines de Bach.

Antimilitarista asesor del ejército inglés en guerra, en cierto momento un general inglés “lo acusó de ser un entrometido que no tenía motivos para inmiscuirse en asuntos que no le concernían”. Lawrence le contestó en tono golpeado y el general le dijo: “no me hable en ese tono. Usted no es soldado de carrera”, a lo que contestó: “No, tal vez no lo soy. Pero si usted tuviese una división y yo otra, sé cuál de los dos caería prisionero”. El mismo espíritu lo llevó a rechazar todas las condecoraciones que le ofrecieron.

En cierto momento de la guerra, le escribe a un amigo muy cercano: “me han desarraigado tan violentamente, y me han metido en un trabajo que me viene tan grande, que todo me parece irreal. He renunciado a todo lo anterior, y vivo como ladrón de oportunidades, birlándolas cuándo y dónde las veo. Mi familia te habrá dicho que fomento una rebelión árabe contra los turcos, y por ello debo disfrazar mi aspecto occidental y parecer tan árabe como me sea posible. Se trata, pues, de algo así como un escenario exótico, en que uno actúa día y noche, con traje de fantasía, en lengua extraña, con el peligro de pagar con la cabeza cualquier fallo en la representación. Acertaste al suponer que los árabes encendían mi imaginación. Es una civilización antigua, muy antigua, que se ha refinado hasta librarse de dioses lares y de la mitad de los jaeces que la nuestra se apresura en adoptar. El evangelio de la desnudez material resulta excelente, e implica, en apariencia, una especie de desnudez moral. Los árabes piensan en lo actual, y procuran deslizarse por la vida sin doblar esquinas ni trepar montes. En parte se trata de cansancio moral y mental, de una raza castigada, y para evitar dificultades se desprenden de muchas cosas que nosotros consideramos honorables y meritorias; y aunque no comparto en absoluto su punto de vista, creo que lo entiendo lo necesario para contemplar desde él tanto a mí como a otros extranjeros sin condenarlo. Soy y seré extranjero para ellos, pero no los creo peores, ni intentaría cambiar su manera de ser. Largo exordio para explicar porqué me dedico constantemente a volar vías férreas y puentes, en vez de buscar el pozo del extremo del mundo. De todas suertes, estos años de desapego me han curado de todo deseo de hacer algo por mí mismo. Cuando desaten mis ligaduras, no encontraré en mí incentivo alguno para actuar”.

Esta es, pues, la historia de un hombre que no quiere un papel, que tiene hondas razones para no hacer lo que le imponen hacer, y que, a pesar de todo, termina haciéndolo porque es el único capaz de obtener resultados: “correspondió a Lawrence ser el jefe, a lo que se oponía por principio. Los árabes tenían que encargarse del desarrollo de la rebelión, en la cual él era sólo consejero y ayudante técnico. Pero cada vez le incumbía más la dirección, no sólo por su capacidad de luchador y táctico más listo que los otomanos, sino también por estar libre de lazos tribales, su entrega total a la causa, su desprecio del botín y de las distinciones, y su generosidad y tacto”.

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