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Mis Lectores

El escritor -parafraseando al padre Jorge Cela s.j.- prefiere correr el riesgo de ganar que tener la seguridad de perder. No hay una frase que resuma el agradecimiento que siento por cada persona que dedica tiempo en su vida para: leerme, corregirme, agradecerme, mostrar su descontento con algunas de mis ideas o decirme que “ahora sí pude dar en el clavo con alguna afirmación”. Mi pasión por la escritura nace del lector que soy. Si cierro los ojos puedo retroceder al librero de al lado de mi cama en Guanabacoa, La Habana, donde intenté comprender qué significaba “el rey gusano” para Under Kilimanjaro de Ernest Hemingway.

De adolescente soñé con ser reguetonero. Desistí. En la universidad supe que la comunicación era mi vocación. Al final, cambié canciones por artículos. No me fue tan mal. Tengo lectores de todas las edades y posiciones filosóficas, amigos y detractores. Incluso haters que sólo me leen para saber en qué fallo, pero aún así, les agradezco, pues me leen. Sé lo que significa sentarse frente a la página en blanco y navegar palabra tras palabra para decir algo valioso.

Todo en la vida lleva esfuerzo. Eso es un consejo enorme que le agradezco al padre Yayo cuando me dio la oportunidad de ser redactor en un medio tan querido para el pueblo cubano como es Vida Cristiana. Mis artículos llegaban de forma impresa a la Iglesia que asistía o a la de algún amigo y algún lector que no me reconocía, pues sólo aparecía mi firma, me decía su opinión sobre el texto. La expresión de ver a otro leyéndote, es una de las imágenes que atesoro para siempre, no tiene precio. A veces eran críticas furibundas, pero todo escritor reconoce que una vez salga su texto deja de ser de él para convertirse en lo que desee interpretar el lector. Son los riesgos de un oficio marcado por la experiencialidad. Solía decir Borges, “la lectura es un laberinto que no tiene un único mapa de salida”.

Una de las características esenciales que aprecio de la espiritualidad ignaciana es el agradecimiento. Dentro de cada lector hay también una esperanza, una circunstancia, una fe. Al final eso también es la escritura: “un acto de fe”. Todo comienza en el amor de alguien con deseos de transmitir una idea y de otros seres humanos con deseos de interpretarlas. Hay dos formas de escribir. La que va poniendo palabras fáciles, edulcoradas, maquilladas de la opinión de moda para estar de acuerdo con todo el mundo. Y existe la que va tejiendo un relato propio, auténtico, para que cuando te salga la frase indicada caiga de golpe en una mente y la ponga a pensar, prefiero la segunda. Su felicidad es infinitamente superior a mantener tu “ego” literario a raya. Pero ofrece un riesgo. Hay que aprender a valorar la felicidad pequeña, como observar a tu madre leyéndote en la Iglesia. La clave está en pensarlo a usted, lector, como una posibilidad infinita de transformar el mundo. 

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