Nuestros gigantes
Hay una metáfora atribuida a Bernardo de Chartres que aparece citada en el siglo XII por Juan de Salisbury en el «Metalogicon», en la cual se hace una referencia a la importancia que tienen las aportaciones de nuestros antepasados:
“Frecuentemente sabemos más, no porque nos hayamos adelantado gracias a nuestra natural habilidad, sino porque nos sustentamos en la fuerza mental ajena, y poseemos riquezas que hemos heredado de nuestros antepasados. Bernardo de Chartres solía compararnos con enanitos encaramados sobre los hombros de los gigantes. Decía que vemos más y más lejos que nuestros antepasados, no porque tengamos vista más aguda o mayor altura, sino porque se nos eleva y nacemos sobre su gigantesca estatura”.
La metáfora ha tenido una importante influencia a lo largo de los siglos, porque refleja esa presencia de los logros y el conocimiento alcanzado en otras épocas, que sirve de base para épocas posteriores. Ha sido utilizada por figuras de diferentes ámbitos, como por ejemplo Isaac Newton, quien en una carta en la que reconocía la importancia de los trabajos precedentes de René Descartes y Robert Hooke, afirmaba que si había llegado a ver más lejos, era porque se había subido a hombros de gigantes.
En la actualidad, la expresión sigue estando presente, aunque prácticamente se reduce a la locución: «A hombros de gigantes». Expresión que podemos encontrar titulando numerosos artículos e incluso libros, como el de Stephen Hawking, así como en diferentes ámbitos e incluso convertido en lema de grandes corporaciones.
Si su uso se ha extendido a lo largo del tiempo es porque refleja la importancia que tienen los conocimientos y descubrimientos cosechados por nuestros antepasados. El conocimiento humano actual, los avances científicos y tecnológicos, por muy distanciados que puedan verse de los cosechados en otras épocas, por mucho que reelaboren los conceptos y que con frecuencia los superen, no tiene razón de ser sin estos. Porque el conocimiento es un edificio que se ha ido construyendo a lo largo de milenios. Sus cimientos no son actuales, sino que se remontan muy atrás en el tiempo y, por mucho que estos cimientos se hayan reforzado, no deja de ser la misma construcción. No partimos desde cero, sino que aquello alcanzado, nos sirve de base para seguir escalando hacia las cimas del conocimiento.
La expresión refleja una realidad humana: somos la suma de todo lo que nuestros antepasados han hecho. Si tenemos todos los avances con los que contamos hoy en día, es gracias a todo lo que se ha logrado en los años, los siglos y los milenios que nos han precedido.
Es inconcebible que si el ser humano no hubiera logrado dominar el fuego o inventar la rueda, estuviéramos en este preciso momento en estas mismas condiciones. Porque era necesario inventar la rueda para que un vehículo pueda avanzar por una carretera o para que un avión pudiera despegar, pero también para incontables manifestaciones que, aunque no utilicen propiamente una rueda en su estructura, si se han beneficiado indirectamente de otro modo. Y por poner otro ejemplo más cercano, ¿qué sería de la tecnología actual, de Internet o los teléfonos móviles, si no se hubiera logrado controlar y distribuir la corriente alterna? Posiblemente no tendríamos estas tecnologías, porque sin electricidad, el siglo XXI, con todos sus avances, cae inexorablemente en la oscuridad.
Esto no se reduce únicamente al ámbito del conocimiento, en otros, como en el arte, ocurre de manera similar. El arte se cimenta sobre unos cimientos que han ido conformando el edificio amplio, diverso y dinámico que es en la actualidad. Pero podemos ir más allá de esa base que representa, y ampliar la visión en torno a esta metáfora y a lo que implica, porque no solo son gigantes sobre los que nos podemos subir para mirar desde sus hombros, sino también figuras con las que nos podemos comunicar. Nuestros antepasados que, por una u otra razón, beneficiaron a la humanidad, no son solo gigantes que nos dan una base desde la que continuar (que podría invalidar sus propios descubrimientos) sino que, además, nos dan una visión del mundo y de la realidad que nos ha tocado vivir.
En el arte y la literatura las creaciones son atemporales, de algún modo, podemos recibir el mensaje años, tal vez siglos o incluso milenios después de haber sido realizadas. A diferencia de los conocimientos científicos, que se superan con nuevos descubrimientos, las manifestaciones artísticas siguen estando vigentes. Porque es posible que una técnica quede superada por otra, y quede relegada, pero no así las obras realizadas con esa técnica. Y recibimos esas obras que interpretamos con nuestra mirada arraigada en nuestro contexto, aunque la historiografía trate de acercarnos al contexto en el que fueron elaboradas. Ambas visiones resultan interesantes: observar la obra desde una perspectiva actual e intentar entender la perspectiva del contexto en el que fueron elaboradas.
Por otra parte, también están las reinterpretaciones artísticas: el artista que, a modo de tributo o por cualquier otro motivo, reinterpreta una obra anterior, integra en su estilo técnicas, temáticas o estilos de otras épocas… Todo este juego da pie a que todos esos gigantes, además de conformar un pilar, vuelven a la actualidad. Podemos ver las numerosas reinterpretaciones de «Las Meninas», realizadas por Pablo Picasso, o incluso en la era digital, las incontables versiones de «La Mona Lisa» que circulan por Internet. Y no solo a nivel individual, sino que también sucede con estilos, como el Neogótico a mediados del siglo XVIII, que muchos siglos después del surgimiento de las grandes catedrales, irrumpió con gran fuerza para arraigar en la sociedad con edificios majestuosos. La idea de representar lo inmaterial a través de la belleza material, del Abad Suger (1081-1155), trasladada a una sociedad posterior que la integraría más allá de sus constataciones espirituales.
«La admirable fuerza de la razón puede unir las disparidades divinas y humanas, y lo que por su origen y naturaleza inferior parece repugnar, sólo ella, la razón, puede armonizar de forma agradable y conveniente» (Suger).
Pero retomemos de nuevo la ciencia. Con el descubrimiento de la mecánica cuántica, la física clásica newtoniana quedó radicalmente superada. Todo ese enorme trabajo de Isaac Newton, que además ha sido la teoría sobre la que se ha cimentado todo el conocimiento de la física posterior, contrastaba de forma radical con el descubrimiento de que el átomo no es una pieza elemental, sino una estructura compleja, a su vez, compuesta por partículas subatómicas y las relaciones existentes entre estas, que determinan que, en última instancia: «todo es movimiento».
Y no obstante, si cogemos una manzana de un árbol y la soltamos, Newton sigue llevando toda la razón. El contraste es abrumador. En este sentido, hay un libro de Fritjof Capra: «El Tao de la Física», en el que se aborda los paradójicos paralelismos entre la mecánica cuántica y el misticismo oriental, a través de los comportamientos, las formas, el vacío, los patrones, etc. Cuando menos, resulta curioso poder mantener esa comunicación entre disciplinas que surgieron en oriente hace miles de años y descubrimientos científicos que han surgido como mucho, en los albores del siglo XX. Y sobre todo, como rompe con toda esa tradición que enfrentaba la ciencia contra la espiritualidad.
«...los físicos comenzaron a darse cuenta de que la naturaleza, en el nivel atómico, no se presenta como un universo mecánico compuesto de ladrillos básicos, sino más bien como una red de relaciones, y que, finalmente, en esta telaraña interconectada, no existen en absoluto partes» (Capra, p. 376).
Toda esta comunicación, influye propiamente en las nuevas creaciones, pero también dan lugar a reinterpretaciones de esos discursos anteriores que pueden ser más o menos fieles al original. Un flujo constante que, a fin de cuentas, nutre todo ese espectro con nuevas ramificaciones conformando un enorme mosaico de posibilidades. Así pues, estamos todo el rato interpretando y reinterpretando a nuestros mayores, que emergen como gigantes, para darnos la oportunidad de partir de un punto intermedio, desde el que crecer, y desde el que, al mismo tiempo, sembrar para que quienes vengan tras nosotros tengan una base ligeramente más alta sobre la que asentarse.