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De libros y librerías

«¿Dónde es la naturaleza humana tan débil como en las librerías?»
                                                                                         Henry Ward Beecher

En una de mis visitas a una librería, mientras repasaba la mesa de novedades y los destacados en las estanterías que había alrededor de esta, entró una chica que se acercó a la librera y le preguntó por un libro que había encargado. Era para un regalo y había pensado en comprarlo a través de internet, pero al ser ilustrado y no demasiado barato (aunque tampoco tenía un precio desorbitado), quería echarle un vistazo antes de comprarlo, sobre todo por ver si le gustaba, por no llevarse una decepción. La librera le dijo que lo entendía, que tenían el libro reservado, que se lo iba a buscar, y que en la sala de abajo había asientos donde podía hojear y leer el libro tranquilamente, el tiempo que quisiera, y que si tras verlo, no le gustaba y al final no se lo llevaba, que no pasaba nada, que sin ningún tipo de compromiso. La clienta le dio las gracias y al cabo de unos minutos, la librera volvió con el ejemplar que le había reservado. La chica no disponía de mucho tiempo y prefirió hojearlo allí mismo, cerca de la caja. Apenas cinco minutos después, la librera lo envolvía en papel de regalo.

Cualquier lector que se precie, se habrá visto en alguna situación con ciertas similitudes. En este caso el libro era una edición especial con ilustraciones y una serie de características nada habituales, pero con frecuencia puede ser una obra disponible en varias ediciones y se quiere comprobar cómo son cada una de ellas, ver si tiene ilustraciones, comprobar la textura del papel, el tamaño de las letras (para los que somos algo cegatos, esto es algo de mucha, muchísima importancia), la maquetación, la portada, si tiene anotaciones, prólogos, epílogos, fotografías o cualquier otro mejunje que pueda dar a la obra, más allá de su valor literario (algo esencial), una textura que le añada valor dentro de nuestras vidas, es decir: que ese libro pueda convertirse en una pieza de nuestra biblioteca, sin pensamiento de que algún día deba dejar de estar allí. Un libro al que tras la lectura, miramos con cariño, con esa ternura de las incontables e irrepetibles horas que pasamos mientras lo leíamos, una obra que a veces cogemos del estante, hojeamos y releemos algún extracto subrayado, alguna página, o tal vez algún capítulo.

Hoy en día, más que tiendas de libros en sí, las librerías son espacios culturales donde se realizan presentaciones, recitales, clubes de lecturas... y esto las convierte en un lugar de encuentro para todos aquellos que disfrutamos de la literatura. Son espacios que se abren ante nosotros, que nos muestran distintos caminos por los que adentrarnos, con todos esos libros, el olor a tinta, las estanterías organizadas por secciones y las distintas mesas con novedades, recomendaciones, homenajes, aniversarios… y por supuesto, algunos libreros, que conocen tan profundamente nuestros gustos literarios que sabrían qué podría hacer clic dentro de nosotros, sabrían decirnos qué libro no olvidaríamos jamás.

En mi caso, la mayoría de las veces voy con las prioridades de lo que quiero comprar. Aunque eso no quita que deambule por la librería y hojee libros que no conozco, libros de autores que no conozco, libros de editoriales que no conozco… explorar y descubrir nuevos horizontes, nuevas posibilidades. Y a la vez es sumergirte en un laberinto: entras con las ideas claras, pero cuanto más tiempo pasas allí, más difícil te resulta la elección: ¿debo elegir aquello por lo que vine o dejarlo para la próxima visita? A veces busco más información de esos libros, a veces me los apunto y termino leyendo más adelante, y a veces resulta inevitable y se viene conmigo en esa misma visita. También está eso de dejarse llevar, aunque no es nada frecuente, a veces voy directamente a ver qué encuentro, sin ningún libro en mente, pensando en que saldré de allí con un libro en la mano (siempre pasa) pero todavía desconozco cuál será.

En estas ocasiones, mi intuición no se suele equivocar: leo ese libro y me gusta, me parece una lectura con textura, que deja un poso o un resquicio de placer tras ella. Por supuesto, también hay estrepitosas catástrofes, la persona que está dispuesta a explorar algo desconocido, tiene que estar dispuesta al fracaso, a que la lectura sea una completa decepción. En cualquier caso, ni siquiera hace falta salir a descubrir nada, ir a lo seguro también puede desembocar en eso: ¿quién no ha sufrido alguna decepción con alguna de esas obras capitales que en teoría todo humano habría de leer? ¿Quién no ha visto mermados sus esfuerzos por más que lo ha intentado? A veces las hojas pesan mucho, se vuelven enormes, inmensas, y no queda otra que cerrar el libro y tal vez intentarlo en otro momento. Pero no sería justo mencionar solo las derrotas, porque también se da exactamente lo contrario: carecer de expectativas ante una obra, sin saber a qué atenerse, y de pronto, el texto hace una mella dentro de nosotros, se convierte, sin quererlo, en parte esencial de nuestras vidas.

Por fuera no se difieren mucho de otros negocios, se abren a la calle con un toldo o con un luminoso, mostrando escaparates donde los productos que se visualizan son objetos rectangulares. Pero empujas la puerta y de pronto te encuentras ahí, ante todos esas hojas de papel, tintadas de letras que se unen entre sí, formando palabras, palabras que forman oraciones... En cierto modo, la librería es un campo de batalla, una suerte de camino, uno va a cambiar (no siempre, pero sí a veces) en función de la próxima lectura que elija. Y pienso que esa posibilidad (la del cambio, la de no salir indemne tras una lectura) ya es de por sí un gran motivo para volver a acudir, por si alguna de esas visitas, se convierte en un punto de inflexión en nuestras vidas.

«Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo»

Franz Kafka

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