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Recuerdos escritos en 1831, de Charles Victor de Bonstetten.

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Nadie conoce a Charles Victor de Bonstetten, salvo especialistas. Nacido en Berna, Suiza, en 1745, fallecido en 1832, Manuel Arranz –traductor y prologuista de este pequeño volumen– describe cómo era en el momento de redactar estos Recuerdos, un año antes de su muerte: “los recuerdos son un género más modesto que las memorias y diarios. Más literario también. Quizás porque en ellos la importancia recae generalmente sobre lo que se recuerda y no sobre quien recuerda. Aunque, naturalmente, quien recuerda no deje nunca de tener importancia. En este caso, un elegante patricio suizo de ochenta y seis años, con toda su vida a las espaldas, que después de ocupar diversos cargos públicos en el gobierno de su Suiza natal y haber viajado por media Europa, se había retirado finalmente, y felizmente al parecer, a escribir”. Lo primero es que el señor tenía sentido del humor y sabía burlarse de sí mismo: decía que “lo más importante que hizo en su vida fue un discurso sobre las virtudes de la patata”.

En realidad, en sus andanzas conoció a lo más notable de la intelectualidad europea de su tiempo, comenzando por Voltaire, y “perteneció al famoso grupo de Coppet, donde frecuentó a Sismondi, Benjamin Constant, Friedrich Schlegel y, por supuesto, a la musa de todos ellos, Madame de Staël”. Pero él mismo aclara que “entre todos los grandes genios que he conocido y tratado, pongo a Haller a la cabeza”, sí, Albrecht von Haller, a quien la Wikipedia y todas las pedias lo consideran “el padre de la fisiología moderna y principal figura de la Ilustración alemana”.

En épocas en que las vacunas eran una novedad absoluta y se consideraban como si fueran cirugías (y eran, como se sabe, terriblemente puestas en cuestión), Bonstetten cuenta que “fui el primer bernés vacunado contra la viruela (…) El gran Haller había convencido a mi padre para someterme a aquella operación tan temible para los progenitores. Fui sometido a régimen varias semanas antes de la operación, que fue muy dolorosa, la incisión era profunda y la mecha con el virus fue depositada en la llaga. Tuve que guardar cama hasta que pasara la erupción; y luego no se me dejó salir de la habitación (…). Venían a extraerme virus para varios de mis jóvenes compatriotas, y creo que fue a través de mí, y gracias a Haller, como se introdujo la vacunación en Berna”.

En sus escritos aparecen, como destellos, sus diagnósticos sobre sí mismo y sobre los tiempos en que le tocó vivir, algunos que se han convertido en frases famosas sin la debida atribución a su autor. Por ejemplo, fue Bonstetten quien escribió que “los hombres hacen a las instituciones, y después las instituciones hacen a los hombres”. Ah, y también escribió como si vislumbrara la Latinoamérica de nuestro propio tiempo, que “los peores gobiernos son aquellos que sienten miedo. Se creen odiados, y para combatir el odio, lo centuplican con una dureza generalmente fuera de lugar”.

Testigo directo del nacimiento del romanticismo (que nos continúa reinando), Bonstetten llegó a escribir, lleno de entusiasmo, lleno de fe, que “la edad de la inocencia es siempre la edad de la felicidad, incluso en el amor. Nunca he sido un hombre más afortunado que cuando estaba realmente enamorado; en esos casos dejaba correr a mi corazón. Los caminos del corazón son infinitos, mientras que nada es más breve que el camino de una tonta vanidad”.

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