Joaquín Balaguer, el orador

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Como dato muy desconocido por los historiadores e intelectuales dominicanos, cabe destacar que, con apenas veintidós años, Joaquín Balaguer fue detenido por dos marines en plena Intervención Norteamericana (1916-1924) en la calle 16 de Agosto de Santiago de los Caballeros, y conducido a la fortaleza San Luis, por haber pronunciado cuatro discursos en contra de la ocupación norteamericana. Uno de ellos, en el teatro Colón.

En la fortaleza San Luis, donde permaneció siete días preso, comenzó a escribir el segundo poemario la Tebaida lírica, libro controversial por su prólogo. La fortaleza San Luis se encuentra en la calle Vicente Estrella, esquina San Luis.

En la Intervención Norteamericana se inició su faceta de orador la que, con los años, se fue ensanchando hasta lograr la admiración de sus seguidores políticos. A Balaguer hay que encasillarlo en la escuela de Emilio Castelar y Ripoll, tribuno de un tono extraordinario. Castelar fue además líder político, historiador, periodista y escritor. Nació el 7 de septiembre de 1832 (Cádiz, España) y falleció el 25 de mayo de 1899. Se encuentra sepultado en el cementerio de San Isidro (Madrid).

El periódico Listín Diario, de fecha 25 de noviembre del año 1928, con motivo del homenaje que se le rindiera al ilustre maestro don Federico Henríquez y Carvajal al cumplir 80 años, y cuyo principal orador lo fue el joven Joaquín Balaguer, reseña lo que sigue:

“El ilustrado y talentoso joven Joaquín Balaguer, con verbo sonoro, fácil, galano y exquisito, que en nuestro concepto le hacen merecer el calificativo de Castelar dominicano, como un ruiseñor desgrana la filigrana de su palabra emotiva y sentimental, el florilegio de su oratoria privilegiada, que todos admiramos en él porque emana de ella como un chorro cristalino del manantial inagotable de su inspiración fragante y casi divina, hija de la extraordinaria fuerza imaginativa y creadora. Comparó la cabeza venerable del maestro con el blancor de la estrella solitaria de la bandera cubana y con el blancor de la cruz de nuestro pabellón glorioso”.

Narra el consagrado poeta, escritor y crítico literario, Mariano Lebrón Saviñón, que el arte de la oratoria nació en Sicilia pues los sicilianos siempre consideraron como un arte la elegancia de saber decir de viva voz las cosas de interés general, y demostraron muchas simpatías por la discusión, ejercicios y práctica forense. Acota también que este arte floreció y se desarrolló completamente en Roma y en Grecia, lugares en donde existían oradores y maestros de oratoria.

Agrega en ese tenor que “Atenas recibió la importancia de la escuela de oratoria en el siglo V y se hicieron muy populares los oradores tanto en el foro como en los tribunales y cobró mucho esplendor en el siglo de oro ateniense, mejor conocido como el Siglo de Pericles”. Expresa que “Antifón se llamaba el gran orador ateniense que inició las actividades de los llamados “Diez oradores áticos”: Andocides, Lisias, Isócrates, Iseo, Demóstenes, Esquines, Hipérides, Licurgo, Dinarco y el propio Antifón”.

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Más adelante, argumenta que “Martín Alonso, el ilustre autor de Ciencia del lenguaje y arte del estilo, que dedica en esa obra monumental excelentes páginas a la oratoria política, a la académica, a la ateneísta y a la sagrada, expresa lo siguiente: “El arte del orador consiste, más que en emitir ideas, en conseguir una perfecta comunicación con el oyente, de manera que le obligue a discurrir y a sentir de acuerdo con el sentimiento de su discurso”. Asegura que “El segundo secreto del orador descansa en el estudio de la justa dosificación de las ideas. Decir las que se propone, en la medida que el público las digiera y le resulten agradables”.

Refiere don Mariano Lebrón Saviñón, quien fuera presidente de la Academia Dominicana de la Lengua, que:

“Hubo una época en que Castelar llenaba con sus cantos resonantes y melodiosos la oratoria española. La moda de hoy habla con desdén de aquel género. Se ensalza al orador severo, grave, sobrio. Oratoria esteparia, seca y árida, sin una flor ni una sola mata de verdura. Castelar caía en gongorismo, es cierto; pero si los oradores modernos no abusan de la imaginación, tal vez sea por carecer de ella. Ne quid nimis, nada en demasía. Ni lo uno ni lo otro”.

Explica, además, que Martín Alonso, en su obra citada, señala a los mejores oradores políticos dominicanos de la época moderna: Pedro Alejandrino Pina, Félix María Delmonte, Eugenio Deschamps, Manuel Arturo Machado y Luis Conrado del Castillo y, como orador sagrado, monseñor Fernando Arturo de Meriño”.

Aunque Joaquín Balaguer no figura en este listado, cierto es que, a partir de los discursos pronunciados en el año 1929 a favor de la candidatura de Rafael Leónidas Trujillo Molina, fue catalogado como el Castelar dominicano. El atildado escritor Lebrón Saviñón, en la obra Perfiles de Balaguer, lo sitúa en la cúspide de la oratoria, al señalar, lo siguiente:

“Joaquín Balaguer forma parte de ese grupo de oradores que han honrado la tribuna y han dejado páginas inolvidables en la literatura. ¿A quién señalaremos como el primer tribuno nacional? El consenso proclama a Fernando Arturo de Meriño, orador sagrado que de vez en cuando estremecía la tribuna pública en sus trajines por los predios de la política. A propósito de este criterio, apunta Max Henríquez Ureña: ¨Orador conceptuoso y grandilocuente, Meriño fue la más alta cumbre de la tribuna dominicana¨. Pedro Henríquez Ureña piensa igual”.

Por otra parte, en el periódico La Información, de Santiago de los Caballeros, en fecha jueves 5 de mayo de 1927, pág. 6, se destaca la siguiente nota al pie de una viñeta de “Pelegrín”, que enuncia:

“Joaquín Balaguer hijo: un talento prodigioso. Tiene veinte y dos años y en sus escritos se revela un hombre de cuarenta. Es no solo culto sino un erudito en el ramo de letras. Luce laureles como escritor, es crítico de fuerza, a pesar de sus pocos años y de la falta de experiencia en achaques de mundo. Todo lo suple su enorme talento y la copiosa asimilación que ha hecho en las obras de los grandes maestros del arte y la filosofía. Así, mofletudo, con aire de torero, como nos lo muestra el caricaturista, estamos frente a frente a un robusto intelectual, buen editorialista, buen profesor de literatura de la Escuela Normal Superior de esta ciudad y buen poeta; pero más que todo buen crítico de letras, con un sentido profundo de las cosas que caen bajo el dominio de su juicio. Asombra este muchacho que Dios guarde para gloria de su patria”.

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