Una historia de la soledad, de David Vicent
Lo primero que hace David Vincent (1949) en Una historia de la soledad es aludir y resumir el libro de Solitude considered with respect to its dangerous influence upon the mind and heart, cuatro volúmenes escritos por el alemán Johann Georg Zimmermann publicados en 1791. Zimmermann compartía “la creencia iluminista en que la naturaleza humana es esencialmente social y que todos los otros modos de vida eran o bien una desviación o bien un respiro temporal de la búsqueda del contento personal y el progreso colectivo”. Y precisa que “si la condición pertinente del hombre no consiste en un promiscuo y disipado comercio con el mundo, menos aún podrá él cumplir los deberes de su posición por medio de una salvaje y obstinada renuncia a la sociedad”, como son encerrarse en un claustro o instalarse solitario en medio del desierto.
Esa era la opinión dominante a finales del siglo XVIII: “la sociedad parece hecha para los momentos de salud, vivacidad y diversión; la soledad, en contraste, parece ser el refugio natural del enfermizo, el apenado y el golpeado”. Anteriormente, en la época de Petrarca –siglo XIV– era distinto; dice Petrarca: “en mi opinión todos los hombres atareados son desdichados”. Y en el siglo XVI Montaigne escribió algo parecido: “puesto que nos proponemos vivir solos, sin compañía, hagamos que nuestra felicidad de nosotros dependa; liberémonos de los lazos que nos atan a otros, ganemos poder sobre nosotros mismos para vivir real y verdaderamente solos y hacerlo con alegría”. Cien años después, en el siglo XVII, el inglés John Evelyn expresó el punto de vista opuesto: “la soledad produce ignorancia, nos torna bárbaros, alimenta la venganza, predispone a la envidia, crea brujas, despuebla el mundo, lo transforma en un desierto y no tardaría en disolverlo”. Aunque por la misma época también se oyó lo contrario, en su clásico Anatomía de la melancolía (1621), Robert Burton se expresaba así: “no puedo negar que hay algo de provechoso en abrazar la meditación, la contemplación y cierta clase de vida solitaria, que los Padres recomiendan con tanto entusiasmo y que Petrarca, Erasmo, Stella y otros tantos exaltan en sus libros”.
Ya en el siglo XVIII, antes del tratado de Zimmermann, Jean-Jacques Rousseau escribió en sus Confesiones que “la mejor manera de llevar a un hombre al conocimiento de sí mismo o, en pocas palabras, a la cordura, es recluirlo en soledad”. Y poco después, en Las ensoñaciones del paseante solitario, precisaba que “reanudo en este estado de ánimo el doloroso y sincero examen de mí mismo que antaño llamé mis Confesiones”. La posición de Rousseau llevó a Zimmermann a una crítica explícita: “cualquier médico que estudie la historia de Rousseau percibirá claramente que en su estado de ánimo y su temperamento se habían sembrado las semillas del abatimiento, la tristeza y el hipocondriasismo”.
Lo que hace Zimmermann es expresar la opinión dominante en su tiempo. Un tratado de Medicina doméstica de 1789 concluía que “el apartamiento de la compañía era a menudo el primer signo visible de una crisis mental inminente”, si bien, ya entrado el romanticismo, un libro de Philippe Pinel publicado en 1801 distinguía entre esa melancolía patológica y una “melancolía blanca, un estado cada vez más de moda que profesaban las personas con una marcada sensibilidad literaria, caracterizado por un apartamiento discreto cuyo propósito era observar las lecciones de la naturaleza y el mundo rural”.
Uno de los principales frentes de ataque de Zimmermann era “la tendencia eremítica en la iglesia católica (…). A Zimmermann le molestaban el estatus y la autoridad moral más generales de la tradición de reclusión que tenía sus raíces en los ermitaños del desierto del siglo IV, quienes procuraban a su vez reproducir la estancia de Cristo en aquel lugar”. Palabras de Zimmermann contra los padres fundadores de la iglesia católica: “tan lejos estaban estos orates, a quienes se considera las estrellas de la Iglesia niña, de entender la naturaleza humana, que se valieron de su conocimiento para exigir de sí mismos y sus prosélitos todo lo antinatural e impracticable”. Zimmermann “no concebía que una comunión silenciosa e intensamente personal con Dios fuera el máximo propósito de la estancia del hombre en la tierra”, al contrario de “las palabras del cardenal Bona, un cisterciense del siglo IV, que ‘nadie puede encontrar a Dios si no es solitario, porque Dios mismo está solo y es solitario’”.
El punto de vista de Zimmermann quería estar en el medio, “alcanzar un mundo donde los beneficios de la soledad y las ventajas de la sociedad puedan conciliarse con facilidad y entremezclarse unos con otros”. “Cuando la imaginación está enturbiada por el pesar y el desaliento –advertía Zimmermann– el ocio y la soledad no expulsan sino que, al contrario, acrecientan y agravan el mal que se entregan con afecto a erradicar”.
Cuenta Vincent que Daniel Defoe publicó en 1720 una segunda parte de su Robinson Crusoe, cuando ya estaba en Londres de regreso de su isla. Entonces declara: “disfruto mucho más de la soledad en medio de la más grande aglomeración de hombres del mundo, y me refiero a Londres, donde esto escribo, de lo que nunca podría decir haber disfrutado en los veintiocho años de confinamiento en una isla desolada”.
Lo que hace Vincent en su primer capítulo es resumir lo que dice Zimmermann y arrancar su relato en el segundo capítulo refiriéndose a lo que pasó desde el siglo XIX hasta nuestros días. Mejor, lo que pasó en las islas británicas, porque, como dice The Guardian en su reseña, se trata de una historia de esas islas que, si permiten extrapolar para uno deducir qué pasaba en el mundo, la información y las opiniones que trasmite son casi exclusivamente británicas.
En el capítulo titulado “Soledad, caminaré contigo”, Vincent precisa que “el siglo XIX fue la última gran época del viaje pedestre. Los movimientos diarios de la mayoría de la gente, en la mayoría de los lugares, se hacían a pie. Solo las personas pudientes se valían de manera habitual del caballo, solo las verdaderamente ricas se encerraban en sus propios carruajes (…). El caminar era la manera más simple de escapar de la compañía sobre todo en los atestados interiores domésticos de la época (…). La velocidad del movimiento a pie estaba idealmente adaptada a la reflexión sobre el medio ambiente tanto natural como hecho por el hombre (…). La mirada concentrada y móvil permitía la inmersión sin captura, ya estuviera el caminante explorando campos y bosques o recorriendo las calles de las comunidades urbanas en rápida expansión”. Y aclara que “la mayoría de los trabajadores tenía que empezar y terminar el día a pie (…). En realidad la caminata hacia y desde el trabajo bajo cualquier clima, a menudo en la cerrazón de los meses invernales, distaba mucho de ser romántica”. Cita a Frédéric Gros (“filósofo moderno del caminar”), quien se refiere a “la libertad suspensiva que se obtiene al caminar, aun en el caso de un simple y corto paseo: sacarse de encima el peso de las preocupaciones, olvidar las obligaciones por un tiempo” y cuenta que para la Inglaterra del siglo XIX, “en la tarde del domingo, la caminata era un ritual establecido para todos los integrantes de la casa”.
Se produjo literatura sobre el caminar. Y hubo caminantes famosos: Thomas de Quincey calculó que Wordsworth caminó entre 175.000 y 180.000 millas inglesas a lo largo de su vida. Y son célebres las caminatas de Dickens que podían medir veinte millas en un solo día. Hay ensayos de Hazlitt y de R. L. Stevenson. Y había un código de protocolos que ordenaba: “no comience nunca una gira a pie sin un autor al que ame”. Hazlitt menciona otro asunto central: “una de las cosas más placenteras del mundo es ir de viaje, pero a mí me gusta hacerlo solo. Puedo disfrutar de la sociedad en una habitación, pero puertas afuera, me basta con la naturaleza como compañía. Nunca estoy entonces menos solo que cuando estoy a solas”. Por su parte, Stevenson declara que “una excursión a pie, para disfrutarla como corresponde, debería emprenderse a solas”.