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José Ángel Buesa en una nube de humo

  • Los bardos populares manejan los recursos de la oralidad y saben bien que su mejor recompensa es el entusiasmo que provocan en el público y la facilidad con que el pueblo memoriza y dice sus versos.

José Ángel Buesa en una nube de humo

Durante muchos años, José Ángel Buesa ocupó un lugar sobresaliente en el parnaso popular de Hispanoamérica. A veces se desdeña la obra de quienes buscan la comunicación directa e inmediata en vez de atravesar los intrincados laberintos de la composición o crear complejas estructuras que se resisten al análisis y que solo son accesibles a una minoría de iniciados.

Los bardos populares manejan los recursos de la oralidad y saben bien que su mejor recompensa es el entusiasmo que provocan en el público y la facilidad con que el pueblo memoriza y dice sus versos, como si las cuitas de amor y las congojas que levante el olvido encontraran su voz justa y verdadera en los versos contagiosos de un Héctor J. Díaz o un José Ángel Buesa.

Sin embargo, Buesa, que nació en Cruces, Las Villas, Cuba, en 1910, estaba lejos de ser un escritor intuitivo, de esos que compensan los vacíos de formación con su magnífico olfato. Basta echar una ojeada a su obra para darnos cuenta de que conocía como pocos los secretos de la versificación y sabía aplicarlos, además de ser autor de un Método de versificación en el que hace un admirable despliegue de su dominio de la técnica.

Esa facilidad aparente de la poesía de Buesa y su aptitud para atrapar al lector o al oyente en las redes de la nostalgia, el dolor, la preocupación del amante no correspondido, son las cualidades que le permitieron conquistar a un amplísimo número de simpatizantes. La técnica de un poema de Buesa no requiere de un arduo trabajo de interpretación, ni hay que estar provisto de un sofisticado instrumental crítico para disfrutar de sus textos y dejarse seducir por ellos. ¿Quién no conoce de memoria su «Poema del renunciamiento» que tantas veces hemos escuchado en las voces de nuestros declamadores?

José Ángel Buesa en una nube de humo

Pasarás por mi vida sin saber que pasaste.

Pasarás en silencio por mi amor, y al pasar,

fingiré una sonrisa, como un dulce contraste

del dolor de quererte… y jamás lo sabrás.

Es el poema del amor imposible: el hombre que sueña con la mujer inalcanzable a la que idealiza y venera, pero a la que es incapaz de confesarle su pasión, condenándose a sí mismo a la marginación más despiadada.

Conocí a José Ángel Buesa en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña cuando él era Director de Publicaciones. En esa época empezaban a salir los volúmenes que integran hoy las incompletas Obras completas del gran humanista dominicano, y aparecían con cierta regularidad los números de la Revista Aula. En la oficina de don José Ángel pasé muchas horas conversando con él a propósito de varios artículos míos que figurarían en la revista de la universidad. Tenía yo un enorme interés en conocer de cerca a ese poeta cubano que había llegado al país para quedarse a vivir en Santo Domingo, al frente de un modesto cargo de editor que le permitía ganarse la vida y seguir soñando y escribiendo.

En los calurosos semestres académicos de mediados y finales de los setenta, don José Ángel y yo conversamos muchas veces en el reducido espacio de su oficina, no lejos del ruido de las rotativas y el constante vaivén de los empleados que iban a mostrarle unas galeras o buscar aprobación al trabajo realizado. Sólo por conocerlo más a fondo, traspasando los límites de su poesía, de esos versos que en mi infancia habían llegado a mis oídos en la voz memorable de Juan Llibre, a través de la radio, soportaba yo el humo asfixiante de los habanos que fumaba don José Ángel a veces mientras hablábamos, me resultaba imposible escapar a la seducción de sus versos más conocidos. Bajo la capa de reserva que cubría su pálido rostro, trataba de adivinar la motivación profunda del «Poema de la culpa»:

Yo la amé y era de otro, que también la quería.

Perdónala, Señor, porque la culpa es mía.

Después de haber besado sus cabellos de trigo,

nada importa la culpa, pues no importa el castigo.

Fue un pecado quererla, Señor, y sin embargo,

mis labios están dulces por ese amor amargo.

Ella fue como un agua callada que corría…

Si es culpa tener sed, toda la culpa es mía.

Don José Ángel Buesa era un editor exigente, con criterio profesional muy definido. Conocía las malas pasadas que la vista o atención le juegan al corrector de pruebas. Después de Héctor Incháustegui Cabral ―verdadero maestro del oficio de editor, con el que aprendí mucho―, José Ángel Buesa constituye para mí la personificación del editor competente que conoce al dedillo su trabajo y está siempre dispuesto a compartir su experiencia con el joven interesado en aprender.

José Ángel Buesa en una nube de humo

Pero lo que más me impresionaba de don José Ángel no era su pericia como editor, sino su sabia humanidad, su contención a la hora de hablar de sí mismo y de sus vivencias. Nunca se refería a su obra si no le preguntaban. Al responder, intentaba salir del paso con una explicación breve, para evitar los discursos vanidosos o justificativos. Había vivido por y para la poesía y creía en ella y su universalidad: «En poesía solo hay dos temas eternos ―el amor y la muerte. Los demás temas, o no son eternos o no lo son para la Poesía. Y poesía ―verdaderamente Poesía― es todo aquello que no puede ser dicho de otra manera: Poesía es la palabra insustituible, el ritmo justo, la rima exacta».

Ahora me parece estar oyendo los versos de su «Recapitulación», poema en el que don José Ángel se despide para siempre:

Eso es todo. He vivido. La vida que me queda

puede tener dos caras. Igual que una moneda:

una que es de oro puro ―la cara del pasado―

y otra ―la del presente― que es de plomo dorado.

Por lo demás, ya es tarde pero no tengo prisa,

y esperaré la muerte con mi mejor sonrisa.

Y seguiré viviendo de la misma manera,

que es vivir cada instante como una vida entera,

mientras siguen andando, de un modo parecido,

los hombres en el tiempo y el tiempo hacia el olvido.

Han transcurrido varios lustros desde aquellas jugosas pláticas con don José Ángel Buesa. A él sigo recordándolo gracias a su poesía y sus palabras, que me llegan asordinadas, como un eco lejano. Todavía puedo verlo, sentado detrás de su escritorio, con sus espejuelos de gruesa montura negra, su pelo blanco, su eterno puro en la boca, y la espesa nube de humo que lo envolvía.

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