Abuela
Para un migrante, cada fin de año es un cuadro que trae a la mente una foto de aquellos seres amados, dejados detrás. Los 1390 kilómetros que separan a Santo Domingo –ciudad donde vivo- de La Habana, no logran borrar el recuerdo de mi abuela de estos instantes donde cada añoranza, como diría en buen dominicano: nos une un chin más.
Nunca me ha costado tanto despedirme de una persona, de alguna forma estuvimos ensayando hacerlo toda la vida y aún así, cada vez que miro a Cuba la veo a ella. Es el mejor ser humano que he conocido, una mujer capaz de ejercitar cada día ese desapego ignaciano por lo propio y centrar su gestos, en una ola de cariño que salpica todo a su alrededor.
Pese a sus más de ocho décadas ha tratado de aprender a manejar Whatsapp en un móvil para comunicarse con sus nietos diseminados por: Guinea Ecuatorial, Barcelona, Miami, Chile, Santo Domingo. Nunca he vuelto a comer un bistec de pollo tan rico, ni apreciar el dormir una siesta en la tarde, como aquellas que juntos disfrutamos.
La migración es un barco que con el paso del tiempo y las obligaciones laborales, aleja de la mente los recuerdos más felices del país donde creciste. En realidad, Dios fue bueno conmigo y me permitió estar por más de 12 años cerca de mis abuelos, el gran reto que llevo tatuado en el corazón es ser fiel a su principal enseñanza que fue: “lo fundamental en la vida es ser buena persona”.
El 31 a las doce cada migrante hará su propio ritual para traer cerca a esa familia que tiene tan lejos.Algunos intentarán llamar en medio de líneas colapsadas, otros rezarán y pondrán en manos del Señor los rostros de los suyos. Yo estaré feliz al imaginar a mi abuela leyendo en su móvil este último artículo del año, con la certeza de que su amor y ejemplo, es el mejor pensamiento con que tecleo mis artículos.