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Llegó Moby-Dick

Llegó Moby-Dick

Llegó Moby-Dick

Podrán decir que exponer una escena como esta es pura burla morbosa o incluso, puro bullying -como diría cualquier joven dominicano-, pues ya integraron esa palabra a su vocabulario diario, para nombrar aquellas cosas hechas con abuso o intención de burlarse de alguien y acosarlo, pero la realidad no es ninguna de esas atrocidades, pues sólo estamos narrando -arte complicado y peliagudo, pero vivificante- y no se puede dejar de contar como nadaba La Maceta entre las olas de Bávaro, sacudiendo todos los ojos de quienes la vieron nadar a sus anchas por ese litoral, como si fuese un acto extraordinario de la naturaleza, no de una simple persona, ex-oficial de la policía, miembro del famoso Quinteto Victorioso.

Lo que sería bulling, fuera no contar cómo se quedaron todos paralizados como estatuas, al escuchar los primeros golpes contundentes de sus primeros pasos contra la arena y voltear a ver de dónde venían aquellos redobles como subterráneos que hicieron temblar a las palmeras. Entonces como la fresita del helado que se disfruta, se escucharon aquellas palabras del Mudo: -Aró, aró, aró, prepárate Bávaro, que llegó Moby-Dick.

Todos los ojos y bocas que había en ese momento en la deliciosa playa de Bávaro, se abrieron todo lo que pudieron con intención de abrirse aún más, para dar todo el espacio visual posible y poner toda la atención necesaria a aquella grandísima mujer que corrió por la arena de manera muy salvaje, sin empatizarse, y verla casi rodar veloz hasta llegar al agua y hundirse de la misma forma como lo hubiera hecho la famosa ballena antes mencionada.

Sólo hay que señalar que su traje de baño era a penas unas cuantas tiritas, unas tanguitas de tela fluorescente muy finas, cuyos colores verde olivo hacían pensar en el camuflaje de los militares y en su abandonado oficio de policía en la victoria. Entre tanta grasa suelta que aplaudía con cada nuevo paso, el trote firme de La Maceta Rodriguez parecia todo un estadio cubierto a penas por aquellas tiritas entre toda aquella muy libre masa que a cada paso recordaban su apodo: La maceta Rodríguez, que corrió con el impulso alegre de los niños hasta hundirse finalmente en las olas.

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