El cuarto jinete, de Verónica Murgía
Estamos ante una novela magnífica. Excepcionalmente buena. Verónica Murguía (Ciudad de México, 1960) es conocida como una notable autora de libros para niños y jóvenes, pero separándose de ese compartimiento tan nuevo, tan inusitado y tan tonto como libros para grandes/libros para chicos, comenzó a escribir El cuarto jineteaunque la abandonó porque, son sus palabras, dudaba de su pertinencia. Pensaba que una narración que transcurre en los tiempos de la muy brutal peste bubónica, que asaltó a Asia y a Europa en la mitad del siglo XIV, tenía poco que decirle a un lector del siglo XXI. “Pero ya en tiempos pandémicos, en especial a partir de la muerte de su papá, en septiembre de 2019, se dio cuenta de una serie de paralelismos que iban más allá de la enfermedad y la muerte, sino también de las relaciones sociales que pudieron conjugarse”, según declaró al diario Milenio. Entonces retomó lo que tenía escrito y de ahí salió El cuarto jinete.
Es una novela coral en la que cada capítulo está narrado por su protagonista. Al comenzarla, llegué a sentir que no era propiamente una novela, que era una especie de conjunto de cuadros que retrataban personajes y circunstancias de aquella arrasadora pandemia. Luego me di cuenta de que esos cuadros se entrelazaban para construir unas historias que reflejan las mentalidades de la época, con todos sus prejuicios y sus creencias presentes siempre para reflejar la manera de ser de la gente de esos tiempos. Sin ser una novela biográfica, hay dos personajes que sirven de hilo conductor de la narración. Uno es Pedro de Hispania, un médico español que ha huido a París y, en el camino, para sobrevivir en un medio hostil, abandona su verdadero nombre, Abu Ibn Mohamed de Ronda, y pasa por cristiano. El otro es su discípulo, Guy de Comminges, que en cierto momento decide no ser médico: “nadie sabe que casi soy un médico. Me alegra que mi pelo desgreñado y mi gesto hosco los ahuyenten. El acudir al lado del prójimo para saber qué le aqueja y brindarle consuelo, el movimiento originario del que surgió toda la medicina de este mundo, es un gesto que ahora me resulta absurdo e inútil”. Esta decepción se mira en el espejo de la actitud de su maestro, el médico árabe metamorfoseado en español, que se duele así: “Ay de mí. Fui un ciego y no sólo mis ojos estaban privados de la vista, mi corazón también estaba ciego. Ahora me duelo por cada miserable que pasa a mi lado. Y así lo prefiero, aunque la piedad es una carga que no he aprendido a llevar sin que me hiera”. Llama la atención la cantidad de información histórica que supone la escritura de esta narración. Y la sabiduría para incorporar esa erudición al texto sin que apenas se note y se convierta en lo debido a una novela, el retrato fiel y verosímil de la Europa del siglo XIV. Pero, como siempre, lo que la convierte en una novela excepcional es la calidad de la escritura, su capacidad para trasmitir emoción y para conferirle al cuento esa doble cualidad de absorber al lector y hacerlo desear que la historia no se acabe.