Ventana

Arturo Pérez-Reverte: «La gente no razona, solo siente, y eso es peligrosísimo» (fragmento)

  • Al mundo deslumbrante de la cabeza de Sherlock Holmes les lleva el escritor, que ha presentado en A Coruña esta semana su más reciente novela “El problema final”. El juego es serio. «Yo pienso todos los días en el lector, en cómo seducirle», revela. ¿Elemental?

Entrevista a Arturo Perez Reverte.Isabel B Permuy

Es fácil deducir que Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) es un hombre de códigos, fiel a sus libros, sus amigos, a la elegancia alegre y tranquila de un sombrero. El problema final, novela-problema de las de antes, un acertijo encerrado en el cuarto de una conversación inteligentemente trabada, es el punto de partida del lector que se lance a jugar sin miedo a que sus lagunas y recelos o las bromas del autor le arruinen el ego adulto. El novelista es un niño que juega, aunque golpee con verdades como puños. Esta semana, el escritor y académico ha visitado A Coruña, donde firmó unos 200 ejemplares de El problema final. «No intento traerme al mundo de hoy una novela de antes -sitúa-. Lo que intento es resucitar para un público de ahora una novela de antes, pero con un tratamiento interior bastante moderno, para que el lector lo pueda asumir».

Un gesto de un cuidado especial es el que hace al quitarse el sombrero, pero vamos al caso, sin despreciar detalles, dejando algo al margen la actualidad. «El problema de la humanidad es que no se da cuenta de que lo nuevo es lo olvidado», comienza el autor más leído. «Olvidamos que siempre hubo terremotos, volcanes, tsunamis... Pero, de pronto, la realidad viene, golpea: 'Estoy aquí'. Y la gente dice: 'Ay, qué horror, qué espanto'. ¿Cómo qué espanto? Si hubieras leído y visto un poco, te habrías dado cuenta de que son cosas que llevan ocurriendo hace miles de años. Se repiten. Me sorprende que sorprendan. Quizá porque mi aprendizaje fue en lugares así, en terremotos, en guerras», recuerda.

—El ser humano se olvida...

—El ser humano se olvida y la vida, de vez en cuando, le recuerda, dolorosa y trágicamente, que el mundo es así. Poco a poco te vas retrayendo. Ahí están mis novelas; el que quiera que las lea.

—Novela-problema o misterio de cuarto cerrado para romper la monotonía de la novela negra en el mar de novedades.

—Sí, pero esto no es un alegato contra la novela de ahora. Es tanta la moda de la novela negra o de asesinatos en serie y de cosas truculentas que pensé: «¿Funcionaría ahora, para este lector, una novela como las de antes, canónica, con los elementos clásicos de la novela-problema, donde no hay puñetazos ni carnicerías ni huesos de CSI, sino diálogos inteligentes? ». El desafío era ese. No sabía si iba a funcionar. De hecho, mandé la novela a la editorial sin el último capítulo...

—Es difícil resolver el caso...

—Mi trabajo me costó. Mi primer problema narrativo es que el lector de la novela-problema de hace un siglo era más ingenuo. He tenido que trabajar contra lo que el lector sabe ahora que antes no sabía. « El lector se da cuenta: «Ah, Reverte me quiere liar». Esa especie de juego de ajedrez, de pulso, de cómplice enemistad, es el principal ingrediente de la novela.

—¿Por qué viajar a los años 60, a una isla con vistas a Corfú?

—Porque ahí se acaba un mundo. Mary Quant, la minifalda, los Beatles, James Bond, los misiles, la guerra ya es otra cosa. Kennedy, bahía de Cochinos... Ahí termina un mundo, de gente que se hablaba de usted, señoras que vestían como Dios manda... En el 70 ya no sería creíble este tipo de novela y este tipo de personaje.

—Hoy que supura la vida en la literatura, ¿usted lleva la literatura a la vida?

—Yo intento que mi vida se diluya en mi literatura. Solo hay dos novelas en que estoy en primer plano, Territorio comanche y El pintor de batallas. Intento camuflar mi biografía en tramas imaginarias.

—Pero todo en literatura es ficción, ¿no? También lo autobiográfico...

—Claro. También en la biografía y la autobiografía se miente; de hecho, es el género más embustero que hay.

—¿Cómo cocinó «El problema final»?

—Fui a los que sabían. Les dije: «Maestros, venid, voy a saquearos sin escrúpulos». Empecé a tomar los elementos canónicos que conforman esas novelas. E hice como el barman, «tacatacatá» en el cóctel.

—El final sorprende, invita a pensar en el revés de la trama. ¿Qué libro de Graham Greene lleva el narrador, ese actor brillante en su interpretación de Holmes?

—La novela es algo que el lector debe completar. Yo no puedo ir más allá...

—Pero sabe que el lector de detalles juega también a eso.

—Una novela es un artefacto de ficción. Y vivir en ese mundo de trampas, de zonas grises, es muy divertido. Envejecería peor si no escribiese una novela, esto me mantiene lúcido. Es como ir en bicicleta; si dejas de pedalear, te caes. Tengo que seguir pedaleando.

—¿Hacia el lector, con el lector? Da la impresión de que siempre lo tiene muy en cuenta.

—Cuando un lector me dice: «Es usted muy libre», le digo: «No se equivoque, usted me hace libre». Un lector es un amigo, es alguien que te garantiza una forma de vida. Otros no, yo pienso en el lector todos los días. ¿Cómo hago para seducirle? Y me pongo a planear estrategias. Como en una emboscada en la guerra.

—Y tiene una memoria de cine apabullante, ¿con un guiño generacional claro?

—Lo hay. Aquí hay dos niveles, el nivel de novela policial, de enigma, y el del lector con enciclopedia audiovisual y lectora. Con ese lector estamos guiñándonos el ojo todo el rato. Lo ciegas cuando oye y lo ensordeces cuando mira. Ese lector disfruta más, porque es consciente del juego. Para esta novela lo leí y releí todo. Agatha Christie, Conan Doyle, Gaston Leroux, Ellery Queen, Patricia Highsmith, Simenon, Hammett, Chandler. Yo no quería una novela sucia. Y tomé dos elementos fundamentales: el ambiente es Agatha Christie, pero los personajes y el desarrollo son Sherlock Holmes. Introduje a Holmes, con una cuña, dentro de Agatha Christie. Y luego metí yo mi iniciativa, mis caprichos, guiños, bromas. Hay incluso bromas personales que solo conozco yo...

—Disfraza a Holmes y disfraza a Watson. ¿Por qué eligió a un escritor de novela barata de quiosco, Paco Foxá? ¿Y qué tienen en común el escritor y el detective?

—Una de las formas de resolver problemas es el diálogo, el diálogo entre dos personas cómplices. Holmes y Watson, don Quijote y Sancho... Un diálogo con tensión dialéctica. Necesitaba a alguien que le diera la réplica a Holmes. Pensé que era un buen momento para recordar ese tipo de novela y que un autor de ese tipo de novela le diese la réplica, como Watson, a Holmes. Elegí a Foxá. Es deliberado que Paco Foxá fuese un escritor de la época de novela barata, para tener esa tensión narrativa, dialéctica.

—¿No hay «alta literatura»; no proceden, en realidad, esos tópicos distingos de calidad?

—Siempre digo que tan alta literatura es Diez negritos como La montaña mágica. Yo tengo una ventaja, y es importante para mí: crecí en una casa con dos bibliotecas, con tres... Aparte de la de mis padres, la de mi abuelo paterno (de clásicos) y la de mi abuela materna (una mujer empoderada, como se dice ahora, muy moderna, elegante, que leía novela policial y bestseller de la época). Yo leía las dos al mismo tiempo.

—Como dijo Pardo Bazán, es mejor entender que apasionarse. Su novela nos invita a razonar, procura «el escalofrío intelectual». ¿Hemos dejado de lado la razón?

—Hemos sustituido la razón por sentimientos y emociones, y mira lo que está ocurriendo. La gente no razona, solo siente. «Es que siento...», dicen. «Sí, pero razónamelo, debátemelo». ¿Por qué Hitler llegó al poder? Ya no hay análisis, y eso es muy peligroso. La razón es difícil de manipular, lo fácil de manipular son los sentimientos.

—¿No vivimos en el mejor de los mundos?

—Socialmente, sin duda, pero en cuanto a intelecto no. No quiero meterme en esto, pero vivimos un falso período de felicidad. Creo que vivimos un engañoso período de felicidad. Cuando la razón desaparece del ser humano, el ser humano puede sentirse más feliz porque está sintiendo emociones, pero eso no garantiza una estabilidad ni una felicidad.

—Al revés...

—Porque al final llega siempre el volcán, el tsunami o el que manipula.

—¿Esta novela persigue la resolución de un misterio, invita a participar de él, pero es, sobre todo, una conversación?

—Es una conversación. Está deliberadamente planteada como una conversación. Hay muchísimos diálogos, necesitaba que fuera así. Esta es la novela más dialogada que he escrito, creo recordar. Cada novela te exige una manera de abordarla, una técnica determinada. Cada novela te exige unas dimensiones, un tratamiento, un ritmo. Esta novela, por razones canónicas, exigía este formato.

—¿Cómo es Holmes, es un sociópata?

—Misántropo y sociópata.

—¿Y es «el hombre que nunca se enamoró»?

—Creo que eso es relativo, que sí se enamoró. Se enamoró como se puede enamorar un hombre como él...

—¿Cómo conoció usted a Holmes?

—En la biblioteca de mi abuela, contando 8 años. Quedé fascinado con El perro de Baskerville. A la guerra del Líbano me llevé los libros de Holmes. Leer era una forma de escaparte. Llegabas al hotel, dejando huellas, el dibujo de la sangre en el suelo... Si seguías con eso en la cabeza, al día siguiente te volvías loco. Entonces, te ponías en un rincón con una linterna, y leías a Plutarco, a Virgilio o a Sherlock Holmes. Era como tomar una aspirina. Te ayudaba a soportar el dolor.

—Como la solución de cocaína que se inyectaba Sherlock Holmes...

—Claro. Todos tenemos nuestra cocaína, al 7 %.

—¿Los libros fueron armas ante la guerra? Creo que lo expresó alguna vez de esa manera.

Los libros fueron mi asidero a lo racional. Y todavía ahora, en este momento, a los 71 años, cuando miro el mundo y veo las cosas que no me gustan, los libros me ayudan a soportarlo.

—Todo se resume en memoria, también en la de la tradición oral de las familias...

—Sí, por supuesto, pero los libros son los que mejor la fijan.

—¿Porque ofrecen un punto de vista más equidistante?

—No, también un libro implicado te puede enseñar. El buen lector sabe que debe leerlo todo, no solo a este «porque es derechas» o «porque es de izquierdas». Yo he leído el Mein Kampf y he leído El capital, y El diario de una bandera de Franco, claro que sí. Y las memorias de Azaña... El lector sectario no, pero el lector de verdad lo lee todo y de todo saca su conclusión.

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