Ventana

La vida toda, de Alma Guillermoprieto

La vida toda, de Alma Guillermo Prieto

El título completo de este libro, incluyendo el subtítulo, es La vida toda. Nueva crónica estadounidense y se trata de quince textos recientes escogidos por la escritora mexicana Alma Guillermo prieto (1949), quien comienza adjudicándole a la crónica el carácter de remedio, de antídoto contra una enfermedad de nuestro tiempo: “en este siglo ansioso hay una categoría explosiva de adictos que necesita consumir información por medio de un bombardeo constante de cápsulas informativas, correspondan estas a la verdad o no (…). Parecería ingenuo confiar en que habrá lectores que le dediquen una hora, o tres, a la lectura de un tema serio. Pero esos lectores existen por millones, porque la crónica de largo aliento es un remedio, un oasis en medio del desierto, un silencio en medio del caos. Pausamos, leemos, imaginamos lo que las palabras nos van contando, pensamos, asimilamos paisajes, personajes, ideas, tragedias, absurdos, maravillas, y al salir de ese espacio narrativo somos imperceptiblemente distintos. Es el milagro de la lectura, y sostengo que, sin ella, la civilización se desmorona. Por eso hacemos falta nosotros, los cronistas”.

En otras palabras, también de la compiladora, “la noticia premia la velocidad, la crónica, la lentitud”.

Para Guillermo Prieto, “la crónica es veraz, pero también es literatura: al igual que la ficción usa recursos de contador de historias para alarmar, indignar, emocionar, cuestionar, conmover. Queremos provocar estos sentimientos y reflexiones en ustedes, les lectores, sin que se den cuenta, leyendo como si respiraran, y en ello invertimos semanas y hasta meses del más arduo trabajo. Un problema inmediato: ¿cómo hacer que algún exigente lector se tope con un texto nuestro, lea el primer párrafo, y quiera leer enseguida el segundo? Y otro problema ulterior: ¿cómo lograr que al leer el último párrafo del texto al que le hemos invertido tanto, nuestra lectora se quede con ganas de haber leído más y con la intensa satisfacción de haber viajado por nuestras palabras para por fin llegar a buen puerto? Son dos trabajos distintos los que nos tocan: el de reportear hasta el límite de lo posible datos y detalles, y luego el terrible esfuerzo solitario de escribir, buscando a ciegas el hilo del texto, dejando la emoción a un lado para controlar la narración y emocionar más bien a lectores que imaginamos descreídos e impacientes, llamándolos de vuelta a cada rato porque tenemos pánico de haberlos perdido en el párrafo anterior. Desprevenido lector: si alguna vez te sedujo el texto de una cronista, no dudes que la autora escribió con sinceridad, y a la vez con mañas de carterista”.

Advierte que hoy no hay tantos medios como antes que publiquen, y ¡que paguen!, el tiempo y lo que se puede gastar un cronista en su trabajo. Pero la crónica sigue viva, efervescente, tanto en inglés como en castellano: “se entenderá en vista de lo anterior que esta antología no representa a los quince mayores narradores de no ficción de nuestros tiempos: no existe ese criterio ya, ni ante la inmensidad del panorama de la crónica actual habría cómo escogerlos (…). He buscado temas que produzcan asombro en les lectores. Por encima de todo, he escogido crónicas que he podido releer una y otra vez sin dejar de disfrutar cada párrafo”.

Justifica la inclusión de un texto de Robert A. Caro, “quien lleva casi cincuenta años absorto en un solo reportaje histórico, la biografía de Lyndon B. Johnson, presidente número treinta y seis de Estados Unidos, dividido en lo que serán finalmente cinco tomos de más de quinientas páginas cada uno. Hizo un pequeño paréntesis en su labor para contar en un exquisito libro breve, Working, cómo ha sido su vida en el oficio”. Y es una deliciosa cartilla. El primer consejo que les da a los aprendices de cronistas es “nunca asumas nada”. Por ejemplo, Caro nunca dio por cierta una leyenda dorada de la juventud de un Lyndon B. Johnson, buen hijo y amado por sus vecinos. En su lugar, después de vivir tres años en la aldea natal del biografiado, éste aparece como “un joven muy peculiar y muy inteligente, un ser muy ambicioso, inescrupuloso y bastante despiadado, que no era bien visto y que era incluso despreciado; hasta casi temido por quienes lo conocían particularmente bien”.

Caro se refiere a la entrevista como fuente informativa de los cronistas y da sabios consejos: “En las entrevistas, el silencio es el arma, el silencio y la necesidad de las personas de llenarlo, siempre y cuando esa persona no seas tú, el entrevistador. Dos de los mejores entrevistadores de la ficción, el comisario Maigret, de Georges Simenon, y George Smiley, de John le Carré, emplean pequeños recursos para evitar hablar y dejar que el silencio haga lo suyo. Maigret limpia su pipa omnipresente golpeándola ligeramente contra su escritorio y luego la raspa hasta que el testigo pierde el control y habla. Smiley se quita las gafas y las limpia con el extremo ancho de la corbata. Yo, en cambio, tengo menos clase. Cuando estoy esperando que mi entrevistado rompa el silencio para darme la información que quiero, escribo «CB» («cállate la boca») en mi libreta. Si alguien alguna vez revisara mis libretas, encontraría un montón de «CB»”.

Enseguida del presidente Johnson, vienen los gatos. Una divertida y reveladora crónica debida a Gideon Lewis-Kraus (1980) sobre el papel exitosísimo de los gatos en las redes sociales. Dice Lewis-Kraus que en Internet “solo una cosa compite con el porno, y son los gatos”.

Susan Dominus (1970) es la autora de una formidable crónica en que la sola narración de los hechos es tan inesperada, tan excepcional, tan susceptible de volverse crónica que, a primera vista, hubiera bastado para redondear un magnífico texto. Sólo que la autora no se detuvo allí, sino que le puso segundo piso, con bastante fortuna. Comenta Alma Guillermo Prieto: “mientras más complicado es el tema, más sencilla se vuelve la escritura de Dominus. Da la impresión de que los personajes le interesan más que la ciencia, pero creo que no es cierto”. La crónica se titula “Los mellizos revueltos de Bogotá” y se refiere a dos pares de mellizos que tienen 24 años, sólo que están trocados, Jorge y Carlos crecen como mellizos, lo mismo que William y Wilber. Pero ya adultos, por una serie de circunstancias muy bien contadas por Dominus, se descubre que no, que no son dos pares de mellizos sino dos pares de gemelos idénticos, Jorge y William, por un lado, y por otro Carlos y Wilber que se conocen ya adultos. Intencionalmente, dejo la historia en punta.

Hay temas reiterativos en la crónica latinoamericana –también en la gringa– y son los ídolos populares. Es el caso de la crónica de Sam Quinones (1958) que se faja un magnífico texto sobre una leyenda del corrido mexicano, Chalino Sánchez, un sinaloense que murió asesinado a los 31 años y “es una de las figuras musicales más influyentes que haya surgido de Los Ángeles o del mundo musical mexicano en varias décadas (…). La escena musical de Los Ángeles y el estilo de los jóvenes mexicanos eran de una manera antes de Chalino Sánchez, y pasaron a ser de otra después de él. Tras Chalino, esos muchachos para quienes el español es una segunda lengua que hablan con acento inglés pueden escupir polcas con tuba y acordeón desde los equipos de música de sus coches a todo volumen, sin temor a que las chicas bonitas los desaprueben. Chalino renovó el corrido mexicano”.

De Emily Witt (1981) hay una crónica sobre Burning Man: “el multitudinario festival en medio del desierto de Nevada era el epicentro de las tres cosas que más me interesaban en 2013: la experimentación sexual, las drogas psicodélicas y el futurismo”, comienza su texto.

Ginger Thompson, reportera del New York Times, es la autora de la crónica siguiente, una sobrecogedora relación de una masacre ejecutada por los Zetas ocurrida en Allende, México, cerca de la frontera con Texas.

Fiel a uno de los temas más clásicos de la crónica, está David Remnick (1958), lo llaman ‘perfil’ –nombre que miro de reojo–. El retratado es nada menos que Leonard Cohen, el poeta canadiense, con quien Remnick se encuentra cuando se estaba muriendo: “es inimaginable encontrar a un mejor narrador de su propia vida y destino y pensamiento. Rara vez me ha tocado escuchar a alguien hablar de sí mismo con tanta elocuencia, honradez, humor y profundidad”.

George Saunders (1958) es el autor de “¿Quiénes son todos estos simpatizantes de Trump?”. Y ése es exactamente su tema, que aborda de manera apasionante: “a los que no nos gusta Trump tenemos absolutamente claro por qué no nos gusta Trump. Lo que no tenemos claro es porqué la gente a la que sí le gusta Trump no lo tiene claro. El trumpista es ese hermano que acaba de llegar a casa con una novia del todo inapropiada. Inapropiada para nosotros, claro. El apoyo a Trump, a nivel nacional, está alrededor del 40 por ciento. Si alguien tiene diez hermanos, y cuatro de ellos llegan a casa con novias del todo inapropiadas, tendría que preguntarse qué pasa con la familia para que el propio juicio y el de sus hermanos sea tan divergente”. Saunders piensa que “las campañas presidenciales estadounidenses no tratan sobre ideas, sino sobre la elección de un héroe que personifique el ethos nacional prevalente” y encuentra que los trumpistas “están aquejados de una mentalidad agraviada, y Trump es el rey del agravio”. Entrevista a varios adeptos –¿adictos? – y encuentra un denominador común: “lo que estas historias tienen en común es lo que empecé a denominar como síndrome de ansiedad por la usurpación, esto es, el sentimiento de que algún «otro» con intenciones cuestionables va a aprovecharse de ti, o te va a sobrepasar o a desplazar. En algunos casos, tal síndrome tiene un sesgo racial, y la ansiedad puede escalar hacia nostalgia racial y convertirse en racismo, aunque disfrazado por la negación”.

Yasmine El Rashidi (1977) escribe sobre las movilizaciones populares en contra del dictador egipcio, Mubarak.

Elizabeth Weil (1969) escribió otro retrato, el de Aleksander Doba, un polaco que, a los 71 años, cruzó el océano Atlántico solo, montado en un kayak: “viajar en kayak por el océano es catastróficamente monótono. El reto principal no es físico. Doba describe el tedio como una forma de demencia: «Cientos, miles, tal vez millones de repeticiones. El cerebro se revuelve en el proceso». Doba dice en broma que, solo en el mar y sin audífonos, se sentía tan desorientado que empezaba a gritarse a sí mismo «para poder oír». Aunque está bastante sordo, no llevó los audífonos, porque son caros y no son resistentes al agua, además de que, en cualquier caso, no tenía con quién hablar. Había pensado en conservar la masa muscular de las piernas a base de nadar, pero tuvo que desechar la idea porque su cuerpo atraía a los tiburones. También lo asaltó una tormenta de peces voladores. «¿Sabe lo rápidos que son? No es nada agradable»”.

Rachel Kaadzi Ghansah (1982) escribe sobre la monstruosidad que se ha vuelto hábito en la vida norteamericana, donde en estos tiempos hay, mínimo, un loco disparando y cosechando muertos. En “Un terrorista muy americano” retrata a un terrorista blanco que “estaba sentado junto a la iglesia, tomándose una botella de Smirnoff Ice, y pensó que tenía que entrar y dispararles. Era un grupo de oración reducido, compuesto por un pastor cuya estrella iba en ascenso, un viejo ministro, ocho mujeres, un hombre joven y una niña pequeña. Pero para él representaban un problema. Estaba convencido de que, como eran negros, están violando «a nuestras mujeres y se están adueñando de nuestro país». Así que sacó su pistola Glock y, con calma, mientras ellos oraban con los ojos cerrados, empezó a disparar contra las doce personas reunidas en el sótano de la Iglesia Episcopal Metodista Africana Emanuel y los mató a casi todos”.

Mark Bowden (1951) cuenta una historia de los entretelones del ejército de Estados Unidos, unos militares que están en la guerra de Afganistán solos entre montañas y reciben un devastador ataque de los talibanes. Mueren varios militares y los familiares de uno ellos, familiares también con vínculos con el ejército, impulsan una investigación centrada en el exceso de riesgo que tomaron los comandantes. Entonces uno, lector, ignorante de esos temas, acaba por no entender dónde comienza el exceso de riesgo.

Vegas Tenold (1979) es el autor de un breve y desternillante texto sobre un viaje en un carro marca Lada 4x4, “lo más cercano a una versión automotriz del alma rusa”: “el plan era conducir hacia el sur, desde el frío helado de Moscú hasta el clima subtropical de Sochi”. Un total de mil quinientos kilómetros. La descripción que hace del Niva Lada bien merece transcribirse: “el Niva parece un cachorro tonto pero entusiasta, y es casi tan cómodo como un leve terremoto. Si se conduce a velocidad de autopista, el volante se retuerce entre las manos como si estuviera ofendido. Los cambios son tan suaves como comerse una cucharada de gravilla caliente y el acelerador podría estar hecho de queso fresco. El Niva es tan ventilado como una bolsa de papel y tan rápido como cabe esperar de un coche ruso cuyos orígenes, para todos los efectos, se remontan a la época en la que Elvis estaba vivo”.

También vale la pena mencionar lo que dice de la ciudad de destino: “Sochi –una fusión de Cancún con una cárcel de alta seguridad– pasando entre las llamativas mansiones de los superricos que se acomodaban al lado de las chozas del proletariado. Por todos lados había portones, cercas, alambradas de púas y policías. Un taxista nos recogió en un Volga viejo y nos llevó por entre los edificios en construcción de la sede de los Juegos Olímpicos, que empezarían al cabo de un par de semanas”.

Los cronistas suelen ser despiadados. Díganlo si no, Michael Paterniti, que hace una crónica de cuando François Mitterrand estaba ya desahuciado y así enfermo y todo “se había atiborrado en un último festín orgiástico antes de morir. En su última cena comió ostras, foie gras y capón –todo en cantidades generosas–, unos sabores suculentos, tiernos y dulces que inundaron su boca seca. Y, luego, llegó el último plato, un pajarito cantor de garganta amarilla que está prohibido comer. Raro y seductor, el pájaro –un hortelano escribano– supuestamente representaba el alma francesa. Y ese viejo, ese presidente voraz, se lo comió entero; alas, patas, hígado, corazón. Se lo tragó con huesos y todo. Lo consumió bajo una tela blanca para que Dios no pudiera ser testigo de aquel acto de barbarie”.

Así describe Paterniti al expresidente francés: “planeó su peregrinación anual a Egipto –con su amante y la hija de ambos–, a ver las pirámides, las tumbas monumentales de los faraones, y la esfinge erosionada. Así lo llamaban sus compatriotas, la Esfinge, porque nadie sabía con certeza quién era, esteta o amante de prostitutas, católico o ateo, fascista o socialista, antisemita o humanista, querido o despreciable. Y estaba, además, su frío poder imperial”.

Esta formidable antología termina con una crónica sobre qué pasa con los cadáveres de los muertos en la ciudad de Los Ángeles. Su autor es Ben Ehrenreich.

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