Se nos fue Milán Kundera
El mundo debiera de estar triste. Muy triste. Milán Kundera acaba de morir sin merecer la gloria que en vida debió alcanzar. Era un escritor checoeslovaco expulsado de su patria por su obra literaria. Integró un mundo donde las ideologías predominan a la hora de premiar.
El Nobel era para él. Su obra es mucho más valiosa y trascendente del promedio de otras celebridades. Pero prefirió ser rosca izquierda. En su caso, le pasó algo parecido al argentino Jorge Luis Borges, aunque por causas diferentes. La academia sueca decidió no reconocerlo a pesar de su modestia, bajo perfil, y deseos de no sobresalir. Tampoco vivió del figureo ni de hacer actos presenciales en sitios propensos a la fama. Su vida fue muy oscura, como puede ser la de un joven comunista entregado “a la causa proletaria” para después abandonarla. Antes de ser un libre pensador, ya había redactado informes y acusado a rebeldes que, ya en la era democrática, lo llevarían a juicio político.
Fue tremendo escritor. La humanidad lo reverencia.
Para algunos, su novela “La insoportable levedad del ser” (1984) es un retrato de su propia vida donde la historia original se mezcla con reflexiones sociólogicas y filosóficas. Fue un libro que hizo época en el pasado siglo XX.
Las circunstancias me obligaron a ver primero su versión cinematográfica (Philip Kaufman, 1987), protagonizada por Daniel D. Lewis, Juliette Binoche y Lena Olin. Aquella cinta fue muy criticada a pesar de sus premios y nominaciones. Años después, descubrí la presencia de esa obra literaria en la estantería de mi hija Roxana. La leí de un tirón. Y vuelvo a ella a cada rato porque me gusta su narrativa complicada, sus reflexiones extraliterarias y su ingeniería ensayística. La incluyo entre las mejores 100 obras que no podré olvidar. Ese libro, mucho mejor que el filme refleja, en letra impresa, ese poder de trabajar la psicología de sus personajes, sin recortes argumentales, linealidades ni conjuras cinematográficas.
No contaré el libro, ni daré otros detalles porque no me es grato informar sobre un libro que debemos leer y disfrutar; un homenaje al escritor que nos dijo adiós, lejos de su patria, ignorado por tirios y troyanos, pero vigente en la humanidad mientras el tiempo exista.
Fragmento de la sexta parte “La gran marcha”
Fue en 1980 cuando pudimos leer por primera vez, en el «Sunday Times», cómo murió lakov, el hijo de Stalin. Preso en un campo de concentración alemán durante la segunda guerra mundial, compartía su alojamiento con oficiales británicos. Tenían el retrete en común. El hijo de Stalin lo dejaba sucio. A los ingleses no les gustaba ver el retrete embadurnado de mierda, aunque fuera mierda del hijo de quien entonces era el hombre más poderoso del mundo. Se lo echaron en cara. Se ofendió.
Volvieron a reprochárselo una y otra vez, le obligaron a que limpiase el retrete. Se enfadó, discutió con ellos, se puso a pelear. Finalmente solicitó una audiencia al comandante del campo. Quería que hiciese de juez. Pero aquel engreído alemán se negó a hablar de mierda. El hijo de Stalin fue incapaz de soportar la humillación.
Clamando al cielo terribles insultos rusos, echó a correr hacia las alambradas electrificadas que rodeaban el campo. Cayó sobre ellas. Su cuerpo, que ya nunca ensuciaría el el retrete de los ingleses, quedó colgando de las alambradas.
El hijo de Stalin no tenía una vida fácil. Su padre lo había concebido con una mujer a la que, después, según todos los indicios, asesinó. El joven Stalin era por tanto hijo de Dios (porque su padre era venerado como un Dios) y, al mismo tiempo, réprobo. La gente le temía por partida doble: podía hacerles daño con su poder (al fin y al cabo era hijo de Stalin) y con su favor (el padre podía castigar a sus amigos en lugar de hacerlo con el hijo réprobo).
La reprobación y el privilegio, la felicidad y la infelicidad, nadie sintió de un modo más concreto hasta qué punto estos contrarios son intercambiables y hasta qué punto no hay más que un paso desde un polo de la existencia humana hasta el otro.
Nada más empezar la guerra lo capturaron los alemanes, y otros prisioneros, que pertenecían a una nación que siempre le había sido profundamente antipática por su incomprensible introversión, lo acusaron de ser sucio. ¿El, que debía soportar el peso del mayor drama imaginable (ser al mismo tiempo hijo de Dios y ángel réprobo), debía ser ahora sometido a juicio, no por cuestiones elevadas (referidas a Dios y a los ángeles), sino por asuntos de mierda? ¿Está entonces el más elevado drama tan vertiginosamente próximo al más bajo?
¿Vertiginosamente próximo? ¿Es que la proximidad puede producir vértigo?
Puede. Cuando el polo norte se aproxima al polo sur hasta llegar a tocarlo, la tierra desaparece y el hombre se encuentra en un vacío que hace que la cabeza le dé vueltas y se sienta atraído por la caída.
Si la reprobación y el privilegio son lo mismo, si no hay diferencia entre la elevación y la bajeza, si el hijo de Dios puede ser juzgado por cuestiones de mierda, la existencia humana pierde sus dimensiones y se vuelve insoportablemente leve. En ese momento el hijo de Stalin echa a correr hacia los alambres electrificados para lanzar sobre ellos su cuerpo como sobre el platillo de una balanza que cuelga lamentablemente en lo alto, elevado por la infinita levedad de un mundo que ha perdido sus dimensiones.
El hijo de Stalin dio su vida por la mierda. Pero morir por la mierda no es una muerte sin sentido. Los alemanes, que sacrificaban su vida para extender el territorio de su imperio hacia oriente, los rusos, que morían para que el poder de su patria llegase más lejos hacia occidente, ésos sí, ésos morían por una tontería. y su muerte carece de sentido y de validez general. Por el contrario, la muerte del hijo de Stalin fue, en medio de la estupidez generalizada de la guerra, la única muerte metafísica.