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El retrato de casada, de Maggie O’Farrell

El retrato de casada, de Maggie O’Farrell

El retrato de casada, de Maggie O’Farrell

Ella posee el don de atar a su lector, entreteniéndolo con humor y agudeza párrafo a párrafo y, además, hipnotizándolo con el suspenso de un final que obliga a continuar la lectura en la espera de un desenlace que intriga sin que uno lo aclare sino hasta llegar al final. Tal ocurre con El retrato de casada, el relato novelado de la vida de Lucrezia de Médici, la quinta hija de Cosimo el poderoso gobernante de Florencia durante buena parte del siglo XVI.

Cosimo había pactado con quien llegaría a ser Alfonso II de Ferrara, que su hija María se casaría con él. Pero ella murió antes de la boda, de modo que el pacto se replanteó para que se casara con Lucrezia, que todavía era una niña, de modo que el casorio se aplazó hasta cuando le llegara a Lucrezia su primera menstruación. Ella, casi invisible entre tantos hermanos, pensaba que a sus padres “nunca les ha quedado cariño suficiente para ella, que siempre será la hija de la que se acuerdan a destiempo, la que se tolera en el mejor de los casos” y desde que recibió las primeras lecciones, se refugiaba dibujando y pintando, asunto que le apasionaba y para el que tenía talento.

Al principio ella rechaza el destino que le han señalado, pero en realidad su opinión no tiene ninguna importancia y la boda se realiza. Sus conocimientos sobre la relación marital son inexistentes. Sabe que el deseo “es lo que sienten los hombres por las mujeres, por el acto del matrimonio; está santificado por la Iglesia, si es dentro del matrimonio, de lo contrario es un pecado mortal; lo ha visto en el rostro de los hombres en la corte, en fiestas, mientras miraban el contoneo de las mujeres al pasar; conoce esa expresión soñadora y resuelta, completamente distraída pero, al mismo tiempo, centrada en una sola cosa, los párpados entornados, la boca abierta, como si probaran algo delicioso”. Pero sabe poco del resto.

Cuando llega el momento, cuando ya están en la casa de recreo que tiene Alfonso afuera de Ferrara, ella “sabe lo que va a pasar. Cree que lo sabe. Se lo han explicado. Ha entendido el mecanismo, cree que tiene una idea suficientemente clara. Se dice que es afortunada por tener un marido amable y considerado, por no hablar de su apostura. ¿Acaso no le ha prometido que jamás le hará daño? No todas las mujeres tienen tanta suerte (…). No sabía que se tumbaría encima de ella, que no podría moverse debajo del cuerpo de Alfonso. No sabía que tendría que doblar las rodillas de una forma desgarbada, como una cigarra, ni que los huesos de la columna vertebral y de la pelvis crujirían bajo su peso. Le repite que no le va a hacer daño, que no tenga miedo, que no le hará ningún daño, ninguno, se lo promete susurrando con esa voz nueva, ronca. Y, a continuación, le hace daño a pesar de todo. El dolor es alarmante y curioso por lo específico. Se abre un camino ardiente en sus partes más íntimas, unas partes de las que, hasta el momento, apenas tenía conciencia. Nunca había sentido una incomodidad así: quema, invade, no la quiere, la desborda. Sabe que la cara se le retuerce, que se le escapa un gemido de los labios. Él lo oye, está segura. Alfonso levanta una mano y le sujeta la cabeza. A modo de disculpa, supone, y ahora parará, está segura. Porque le ha prometido que no le hará daño… a lo mejor no quería hacérselo, pero se lo ha hecho. Porque ha hecho lo que quería. Porque ha cumplido con su parte del contrato matrimonial, y ella también”.

Y añade: “Lucrezia creía que sabía lo que iba a pasar. Creía que estaba preparada, pero no lo estaba, no, ni mucho menos. Isabella le dijo que podía dolerle un momento, pero que enseguida pararía y que después le gustaría. Estas frases le pasan por la cabeza, van y vienen. Es lo único que puede pensar ahora (…). El calor, el esfuerzo, el ruido que hace… la horrorizan –ella esperaba vagamente una fusión de carácter celestial o espiritual, una dulce confluencia de seres, en silencio–, pero cuánto se parece esto a la furia, con ese movimiento constante, repetitivo, esa forma de empujar, esa invasión, esa distorsión de las facciones, ese jadeo como de poseso”.

Alfonso es amable y hasta halagador y coqueto con Lucrezia. Le dice que quiere contarla entre las personas que lo quieren, le promete contratar una pintura de ella: “te retratará un maestro, el mejor de toda la corte. Y si no hace algo exquisito, insistiré hasta que sea perfecto”. Ella aprecia ese afecto, ella, la invisible entre una tropa de hermanos, será retratada. Claro que no ser notoria trae sus ventajas: “se ha pasado la vida observando a la gente desde lejos; es una cosa que se le da bien, o que ha aprendido con el tiempo. Es capaz de interpretar la postura, el vestuario, los gestos, la posición de la cabeza y la expresión facial con un simple vistazo” y esto le da elementos para observar a Alfonso más allá del cariño que él le muestra: “cuando está despierto, Lucrezia es incapaz de mirarlo mucho rato, su presencia, él mismo, la sobrecoge. Esa forma de mirar, como si nada se le pasara por alto, como si lo viera todo; esa cabeza que siempre está interpretando, captando, esa habilidad que tiene para arrancar hasta el último pensamiento íntimo suspendido en el aire y consumirlo, apropiárselo, entenderlo y archivarlo. Pero así, con los ojos cerrados, la cabeza descansando, puede observarlo sin cohibirse. Solo en estos momentos no es el gobernador de Ferrara, no es el recién nombrado de una corte poderosa, sino un ser que duerme, ni más ni menos”.

Todavía en la villa de descanso, sin aún hacer su entrada triunfal a Ferrara, Lucrezia conoce al hombre de confianza de Alfonso, su amigo desde la infancia. Conversa con él, Leonello Baldassare, que le dice: “con toda seguridad sabéis perfectamente que sois un bien muy valioso. El más valioso en estos momentos, teniendo en cuenta la situación de Ferrara”. Ella no entiende y él le explica que el papa condenó al destierro en la corte de Francia a la madre de Alfonso debido a sus simpatías con los protestantes. Alfonso acepta la condena, pero no quiere que se vaya con sus hermanas. Le dice: “si las hermanas se fueran a la corte de Francia con su madre y contrajeran matrimonio allí, sus descendientes podrían aspirar al título de Alfonso y el ducado pasaría a manos francesas. Podría perderlo todo. Todo (…). Lo que tiene que hacer, y con cierta urgencia –responde Leonello, mirándola directamente a los ojos–, es tener un heredero. Así –continúa con un gesto de la mano– el problema se resolvería de una vez por todas. Por eso estáis vos aquí. Por fin. La gran esperanza de Ferrara… Comprenderéis la prisa que corre. No habría… ¿cómo decirlo? No hay nadie que pueda competir contra su heredero”.

Lucrezia se siente mal con esta revelación, “mira al suelo, a otra parte, a cualquiera menos a este hombre que escupe palabras tan detestables, tan sin sentido. Quiere taparse los oídos, protegerse de esas frases perversas. Pero él sigue hablando en tono desapasionado: ‘como sin duda sabréis, muchos hombres de su categoría tienen al menos uno o dos hijos bastardos, a veces más, producto de la locura de la juventud; esos hijos pueden ser de utilidad en algún momento, si no queda otro remedio. Pero nuestro Alfonso no. Se empieza a rumorear que tal vez él sea incapaz por algún motivo, pero son habladurías a las que no debe darse crédito alguno (…). Pero ahora os tiene a vos, hija de la famosa Fecundissima de Florencia, y estoy convencido que será el fin de todas esas dificultades’”.

Todavía sin llegar a Ferrara, Lucrezia “no tiene obligaciones durante el día; sin embargo, por la noche se le exige mucho. Tiene que darse, tiene que rendirse, tiene que entregarse a otra persona, darle acceso y paso cada noche, todas las noches. Parece un poseso, es un hombre con una misión: engendrar un heredero, asegurar la continuidad de su linaje. Se pone a esa tarea como se pone a todo: con determinación y concentración”.

Con la práctica, Lucrezia “ha aprendido a respirar, a dominar los músculos para que no se resistan, a hundirse más en el colchón y encontrar un poco de sitio para ella, a no sobresaltarse cada vez que la toca con la mano o con otras partes del cuerpo. Ha descubierto que Isabella tiene razón, que con el tiempo duele menos, que a él no le gusta que ella exprese malestar, que el acto se alarga si ella abandona su cuerpo, se queda quieta, pasiva. Él se alegra y termina antes si ella imita sus movimientos, sus expresiones, si sonríe cuando sonríe él, si suspira cuando suspira él, si lo mira a los ojos”.

Antes del desfile triunfal de entrada a Ferrara, Alfonso le regala “una criatura extraña, mitad caballo, mitad borrico. La ha criado un granjero de los alrededores. Es una mula blanca. Solo nace una así cada cien años, más o menos. Quise comprarla en cuanto supe de ella. Y es para ti, es un regalo que te hago”. Cuando están empacando para irse de la villa a Ferrara, un joven “tropieza con un escalón bajo. Las cajas y las bolsas se le escapan de los delgados brazos y caen al suelo. Los papeles y los sellos de cera se esparcen por la tierra reseca. El chico se arrodilla e intenta recogerlos (…). Mientras Lucrezia mira la escena y compadece al chico preguntándose si los papeles serán muy importantes y el percance disgustará a Alfonso, Leonello Baldassare se agacha sin mirar y agarra al chico por el cuello de la camisa. Lo levanta del suelo, coge una de las cajas que se han caído y le estampa la cara varias veces contra la dura tapa de madera”. Aterrada ante la brusquedad de Leonello, le pide que pare: “Baldassare, sin soltar la presa, sostiene la mirada de Lucrezia, estampa la cara del chico contra la caja por última vez, lo deja caer al suelo, coge el pañuelo que le ofrece el secretario y se limpia las manos”.

Cuando están a solas, Lucrezia le pregunta a Alfonso si no le parece excesivo el castigo. Alfonso le responde que “tienes un corazón muy bondadoso y tierno (…). Vas a ser una madre maravillosa (…) Sin embargo, te recuerdo –continúa en el mismo tono– que no tolero la oposición a mis órdenes ni a ninguno de mis actos y decisiones. Si alguien se enfrenta a mí lo castigo inmediata y severamente. ¿Está claro? (…) Leonello es mi representante, mi instrumento (…), habla por mí y actúa por mí. Si te opones a su autoridad, te opones a la mía. ¿Me has entendido ahora?”.

Pocos días después, él le pide que cierre la ventana. Ella tarda un poco. Él la agarra por el brazo con fuerza y le dice: “cuando te digo que hagas una cosa espero que la hagas. Sin demora. Sin vacilación. ¿Entendido?”.

Lucrezia lo ve “ajeno y temible. Está segura de que su padre nunca ha agarrado a su madre por el brazo ni la ha arrastrado por la habitación regañándola todo el tiempo (…). Lucrezia creía que los esponsales podían significar amor y afecto, un vínculo inquebrantable, una igualdad, un compañerismo; esperaba que le proporcionara alegría y respeto. Pero de repente, ante la furia y el desdén con que la agarraba del brazo, teme que su matrimonio vaya a resultar una cosa distinta”.

Ya en Ferrara, Lucrezia conoce a dos de las hermanas de Alfonso, Elisabetta y Nunciata. Se la lleva muy bien con la primera y aprende a convivir con la segunda. También aparece el lado luminoso de Alfonso: contrata al pintor Sebastiano Filippi, El Bastianino, para que haga el retrato de Lucrezia. (Entre paréntesis, la novela se incrusta en la realidad con la aparición de personajes como El Bastianino, o como Torcuato Tasso, quienes, en realidad, sí vivieron en la Ferrara de Alfonso).

Una noche, de pronto, ya viviendo en el palacio de Ferrara, despiertan a Lucrezia los gritos desgarrados de una mujer. A la mañana siguiente, le pide a su ayuda de cámara, Emilia, que ha venido con ella desde Florencia y es de toda su confianza, que averigüe qué paso. Lo que Emilia logra establecer es que Alfonso descubrió que Contrari, el jefe de los guardias del palacio tiene un romance apasionado con su hermana Elisabetta, que está enamorada de él. Alfonso dice que Contrari ha comprometido el honor de su hermana. Como Elisabetta “se negó a condenar a Contrari diciendo que lo amaba y que él lo amaba a ella, el duque ordenó (…) que Contrari fuera estrangulado hasta la muerte y que mi señora Elisabetta fuera obligada a verlo”. Alfonso encargó a dos hombres que lo estrangularan, pero no pudieron, entonces fue Leonello Baldassare quien lo ejecutó. Elisabetta estaba presente, retenida por dos hombres, para que no huyera. Alfonso lo dirigió todo.

Después Lucrezia se para donde Elisabetta para decirle que siente mucho todo. Tiene una larga conversación. Al final, al despedirse, Elisabetta le dice “pobre Lucrezia”; sin entender, Lucrezia le contesta: “¿Yo? ..., eres tú la que…”. A lo que Elisabetta replica: “no, no… Yo me voy en cuanto amanezca. Me voy a a Roma, a casa de Luigi, mi otro hermano. Quizá no vuelva nunca más. Puedo irme. Tú no”.

Pocos días después, El Bastianino aparece en el palacio con el retrato de Lucrezia. Ella está presente y, al verlo, “se da cuenta de que tiene la sensación de estar ausente de pronto, de haber desaparecido del salón, de haberse evaporado. La duquesa está presente… en el retrato. Ahí está. Lucrezia es innecesaria. Su lugar está ocupado; el retrato desempeñará su función en la vida”.

No voy a contar el final de esta historia familiar tan propia de los muy nobles y muy católicos señores de Ferrara, gente llena de convicciones religiosas tan firmes como firme es la indisolubilidad del matrimonio.

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