Los Habsburgo. Soberanos del mundo, de Martin Ray
Éste es un magnífico trabajo de síntesis hecho por Martyn Rady (1955, profesor de University College de Londres) que ha provocado, con razón, unánimes elogios de la crítica. Por ejemplo, Alan Sked, del Times Literary Supplement, es el más contundente: “probablemente el mejor libro jamás escrito sobre los Habsburgo en cualquier idioma”. Y Dominic Sandbrook, del Sunday Times: “Rady devuelve a los Habsburgo su lugar en el centro de la historia europea. Ameno, inteligente, colorido y repleto de detalles memorables”.
Es casi un vicio de las grandes familias, gente como los Médicis o los Habsburgo, que sin aspavientos, con seriedad, impávidos, proclaman el origen mítico de su estirpe. En el caso de los Habsburgo se dice que el fundador fue “un quinotauro, es decir, un toro de cinco cuernos”. Más allá de esas verdades incuestionables, Rady encuentra rastros de los primeros Habsburgo alrededor del siglo X, “en la región del Alto Rin y de Alsacia, en la actual frontera entre Francia y Alemania, y en Argovia, al norte de la Suiza actual”. Hacia el siglo XIV ya eran unos muy prósperos señores que “poseían cerca de treinta castillos (…) y cada uno de ellos tenía aparejadas múltiples aldeas, fincas y granjas. Los Habsburgo no eran en absoluto los ‘condes pobres’ creados por la imaginación de algunos historiadores”. ¿Cómo se enriquecieron? “Durante los siglos XII y XIII, establecieron alianzas matrimoniales con las familias nobles de las regiones que hoy día pertenecen a Suiza al sudoeste de Alemania. Cuando esos linajes se extinguieron, los Habsburgo reclamaron los antiguos derechos que tenían sobre ellos, de modo que obtuvieron la totalidad o parte de las posesiones de las casas de Lenzburg, Pfullendorf y Homburg. Aunque al principio los Habsburgo solo se quedaron con una parte del legado de Lenzburg, las tierras que consiguieron durante la década de 1170 trajeron consigo el título de conde. Hasta entonces, los Habsburgo solo habían ostentado ese título de forma honorífica”. Estamos en el siglo XIII. Federico II Barbarroja, de la familia Staufen, estaba a la cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico que, para esa época, “no era considerado un reino unificado, ni mucho menos, sino una asociación de territorios y ciudades cada vez más independientes, cada uno de los cuales tenía sus propios ‘derechos y libertades’. La finalidad del imperio era suministrar los mecanismos y el contexto” para hacer efectivos esos ‘derechos y libertades’. Algo muy equívoco. Una especie de poder no poder que, en todo caso, ambicionaban todas las monarquías y altas noblezas europeas. Federico se sobrepasó en su interpretación del papel de emperador y, a su muerte, hubo disputas entre varios príncipes que ambicionaban ser emperadores. Apenas murió (1250) vino “la destrucción total y absoluta de las tierras de los Staufen, así como la desaparición de sus títulos y sus rentas en Suabia”. Sus tierras fueron invadidas y “uno de los mayores beneficiarios de la ruina de los Staufen fue el conde Rodolfo de Habsburgo (1218-1291) (…). Obtuvo muchas riquezas con apariencia de legalidad al convencer a los herederos de Federico II de que le concedieran tierras, rentas y privilegios”. También se apoderó de la dote de la viuda del muy adinerado conde de Kiburgo. Rady enumera algunas de las tropelías de Rodolfo: “En 1269 mató a varios caballeros en Estrasburgo; en 1270 puso sitio durante tres días a Basilea; en 1271 impuso unos tributos nunca vistos hasta la fecha, incendió un monasterio y se apoderó de algunas aldeas; en 1272 arrasó el castillo de Tiefenstein y marchó contra Friburgo, y por el camino mató a mucha gente y quemó las cosechas; en 1273 arrasó la aldea de Klingen, y así sucesivamente”. Rodolfo era, eso sí, un tipo muy piadoso. El que peca y reza, empata: “mandó colgar a los señores bandoleros de la cercana localidad de Reichenstein y recicló la madera de los cadalsos en los que los ahorcó para construir una capilla en la que se decían misas por sus almas”. Pues bien: en ese Habsburgo, Rodolfo, fue elegido como nueva cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico el 29 de septiembre de 1273. “De momento era rey. Para titularse emperador tenía que coronarlo el papa en Roma”. Murió sin lograrlo y, a su muerte, vino un vacío –y varios candidatos muertos en extrañas circunstancias– y no se pudo nombrar sucesor en el Sacro Imperio Romano Germánico sino hasta 1298. Muchos señores querían evitar que el Imperio su volviera propiedad de una familia, pero terminaron eligiendo al hijo de Rodolfo de Habsburgo, Alberto I (1255-1308), de quien se llegó a decir que era “un hombre tosco, tuerto y con una apariencia que daba náuseas, un miserable que se guardaba el dinero y que no daba al imperio más que hijos”. Tuvo veintiún hijos, once de ellos llegaron a adultos y a todos los casó “con miembros de las casas reales y ducales de Francia, Aragón, Hungría, Polonia, Bohemia, Saboya y Lorena”. El heredero de Rodolfo, Juan, se sentía discriminado por Alberto I. “El 1 de mayo de 1308, Juan, junto con varios caballeros, tendió una emboscada a Alberto y acabó con su vida. El asesinato fue un acto absurdo que sólo dio lugar al encierro a perpetuidad de Juan en un monasterio de Pisa”. A partir de la muerte de Alberto, vino un periodo de decadencia y empobrecimiento de los Habsburgo. Entonces desarrollaron dos estrategias. La primera fue instalarse en Austria, que antes la administraban con regentes. La segunda consistió en inventarse un nuevo y más ostentoso pasado. Para eso, se escribieron nuevas genealogías que establecían, sin duda, que los Habsburgo eran descendientes directos de los emperadores romanos. Y no se detuvieron ahí. El hijo de Alberto el Cojo, que se llamaba también Rodolfo, “ordenó a sus escribanos elaborar cinco documentos falsos. La finalidad de estos títulos de privilegio era ratificar a los Habsburgo como principales príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico al fusionar el legado de los Habsburgo con el de Austria y Roma”. Según esos documentos, los Habsburgo pasaban a tener, en términos de jerarquía, de protocolo, de formas que tienen contenido, preeminencia sobre todos los nobles, sobre todos los cardenales. Su par, diríamos, su único par, casi par, era el papa. La cabeza de los Habsburgo era el ‘archiduque’. La falsificación no se reconoció como tal, el papel fue tenido por verdadero y el emperador de entonces autenticó esos documentos. Todo había ocurrido en 1360. Cinco años después, a sus veinticinco años, murió Rodolfo. Rady dice que su reinado fue “ostentoso y rimbombante, pero también vacío. Mientras vivió, Rodolfo no logró ganarse la fama ni dar a Austria la importancia que tanto se había esforzado en obtener, aunque fuera por medio del fraude (…). El gran logro conseguido por Rodolfo, sin embargo, fue más sutil. Al dar a los Habsburgo una conciencia histórica y una serie de convicciones sobre sí mismos, Rodolfo hizo de ellos algo más que un simple conjunto de parientes consanguíneos”. Esto ayudó para retomar el rumbo: “la fortuna de los Habsburgo volvió a cambiar con la ascensión al trono del duque Alberto (1397-1439), que asumió el gobierno del ducado de Austria en 1411”. Su imagen es ambivalente. Por un lado, figura como un tipo piadoso, buen soldado, “una compañía muy agradable. Pero también era analfabeta y cruel”. Por el otro, “acabó con la tradición que habían cultivado los Habsburgo de proteger a los judíos de Austria y los hizo objeto de una persecución tan intensa que hasta el papa se quejó. Su único interés era despojar a los judíos de su dinero”. En términos de historia de los Habsburgo, lo importante con Alberto es que “ascendió sin esfuerzo al trono de Hungría”. En 1438 Alberto unificó los máximos títulos, cuando fue elegido –sin presentar su candidatura– para encabezar el Sacro Imperio Romano Germánico. Al que sumó el ducado de Austria y los reinos de Bohemia y Hungría. A Alberto lo sucedió en todos sus cargos un primo segundo suyo, otro Habsburgo, Federico (1415-1493). El embajador francés dejó su testimonio acerca de Federico: “indolente, moroso, adusto, desabrido, melancólico, miserable, frugal y turbulento”. Añade Rady que era “tacaño hasta el punto de viajar acompañado de su propio gallinero para no tener que gastar en comprar huevos”. El hijo de Federico, y su sucesor, fue Maximiliano. Un tipo patético. Coronó a más de cuarenta poetas que escribieron versos en su honor, “supervisó la composición de tres autobiografías” y en los trabajos genealógicos que se hicieron bajo su reinado enlazó “su árbol genealógico por matrimonio y parentesco con profetas del Antiguo Testamento, divinidades griegas y egipcias, cien papas, casi doscientos santos (123 canonizados y 47 beatificados) y todas las casas reinantes de Europa”. Su magia consistía en volver verdad ese montón de embustes: “hizo que los Habsburgo dejaran de ser una dinastía mediocre de Europa Central para convertirse en la primera potencia del continente al lado de Francia. Cuando su nieto, Carlos V, sucedió a Maximiliano en el trono imperial, los Habsburgo dieron un paso más y se convirtieron en una potencia mundial”. Estamos en el cenit de la familia: “los Habsburgo habían llegado a acumular un conjunto de territorios diversos de Europa Central, correspondientes a grandes rasgos a lo que hoy en día son Austria y Eslovenia. Posteriormente, a partir de la década de 1470 y durante un período de apenas medio siglo, las tierras de los Habsburgo se extendieron en una especie de explosión hasta incluir los Países Bajos, España, Bohemia, Hungría y la mayor parte de Italia. Hungría, que era un reino independiente y, a diferencia de Bohemia, no formaba parte del Sacro Imperio Romano Germánico, extendió el poder de los Habsburgo más de setecientos kilómetros hacia el este, hasta lo que actualmente es Ucrania. Pero España supuso el premio mayor, pues vino acompañada del Nuevo Mundo y de una empresa colonial que llegaba hasta el océano Pacífico y Asia. Los dominios de los Habsburgo constituyeron el primer imperio en el que nunca se ponía el sol”. La gloria, que es tan vacía en todos los casos con la única excepción de cuando hace como ingrediente de un pastel, el pastel de gloria, la gloria que no es más que un espejismo, y también el poder y la riqueza, dos espejos en que se miraban, todo, espejismo y espejos comenzaron a extinguirse poco a poco después de coronar la montaña más alta, el honor más alto, el más alto vacío. Participan del Renacimiento, fomentan el barroco, se benefician del tráfico de esclavos, se meten en las guerras, las colecciones de arte, los museos, las colecciones de plantas, conviven con el adulterio y la fe en la Santísima Virgen y en la Eucaristía, mienten en nombre de ambas, también dicen verdades muy tiesas y muy ceremoniales, no necesitan que se hagan caricaturas de ellos porque ellos mismos son caricaturas de lo bueno, si lo hay tan escaso, de lo malo, si lo hay tan puro. Monumentos a la hipérbole, si tanta pompa es sólo hipérbole. “El poder mundial de los Austria acabó en 1700 cuando Carlos II adjudicó España y todas sus posesiones a un príncipe francés de la casa de Borbón, el duque de Anjou, Felipe V, pero los Habsburgo centroeuropeos lograrían resistir ese traspaso”. En 1740, además, apareció la primera reina Habsburgo, María Teresa; tenía veinticinco años y estaba embarazada ya de su sexto hijo. Acabarían teniendo dieciséis en poco menos de veinte años”. De su comportamiento en política internacional alguien comentó que “María Teresa lloraba mientras iba sacando tajada, y cuanto más lloraba, más tajada sacaba”. Y alguna vez mandó una carta de impuesto a una región en que literalmente decía: “la corona os manda sin rodeos que concedáis esas sumas voluntariamente”. Los cuarenta años que María Teresa gobernó, de algún modo, asimiló las ideas en boga, el racionalismo que irrumpía corrigiendo horrores peores, lo admito, que la misma ensoberbecida razón. Un caso muy demostrativo es su actitud con el vampirismo, los “muertos vivientes que se comían a los vivos”. Parece algo muy marginal, pero no lo era: el mismísimo Voltaire, hablando de París, escribió que “no se oía hablar más que de vampiros; se les acechaba, se les arrancaba el corazón y se quemaban sus cuerpos, se parecían a los mártires de otros tiempos; cuantos más se quemaban, más se encontraban”. Sobre este fenómeno –cadáveres que se comen su sudario–, María Teresa prohibió las exhumaciones y, además, “en adelante, todos esos casos y las acusaciones de hechicería, brujería y posesión diabólica serían remitidos por los clérigos a las autoridades gubernamentales locales e investigados por personal médico. Por si acaso, prohibió también los pronósticos sobre números premiados en la lotería”. José II, hijo de María Teresa, durante diez años “gobernó de la misma manera en la que practicaba el sexo: con tal vigor y desenfreno que de vez en cuando tenía que tomarse períodos de abstinencia en el campo ‘pues allí sólo podía elegir entre campesinas feas y las esposas de los halconeros’. Evitaba tener intimidad con su segunda esposa, pues, según dijo, tenía el cuerpo cubierto de forúnculos”. Dice Rady que “la burocracia era incapaz de ponerse al día con la multitud de instrucciones que recibía de él y menos aún de controlar su eficacia: órdenes para limitar el número de velas en las iglesias o la duración de los sermones, para exigir que en los funerales se utilizaran ataúdes reciclables con fondo falso (para ahorrar madera)…”. Habiendo sido bastión de la religión romana desde que aparecieron como señores de pequeños feudos suizos, cuando llegó la Ilustración los Habsburgo ya habían tomado distancia con el papado. José llevó a la práctica el juicio de Voltaire sobre los monjes. Decía Voltaire que los monjes “comen, cantan y hacen la digestión”. José II “había cerrado cerca de 250 centros religiosos” en Lombardía y en la Galicia polaca, “so pretexto de que eran antros de corrupción o de que tenían sólo fines contemplativos, lo que significaba que los frailes y las monjas no realizaban labor útil alguna”. Por eso, “la política de José II eran las casas de religión que no llevaban a cabo ninguna labor social, que no cuidaban de los enfermos ni se dedicaban a la educación”. También redujo la cantidad de libros prohibidos, que en los tiempos de María Teresa eran quince mil títulos y que él bajó a novecientos. Párrafo aparte merece Isabel de Parma, la primera esposa de José II. De ella queda un texto breve titulado Tratado sobre los hombres: “se trata de una diatriba que vilipendia a los varones calificándolos de ‘animales inútiles’, vanidosos, narcisistas, egocéntricos, carentes de raciocinio, tachas que son precisamente las que se atribuían al sexo femenino. El único valor del hombre es que con sus defectos pone de relieve la virtud de la mujer, e Isabel abriga la esperanza de que un día la esclavitud de la mujer se convierta en su superioridad. En otro pasaje, lamenta la suerte que aguarda a una princesa: la infelicidad, la servidumbre y los inconvenientes de la etiqueta”. En 1790 José II fue sucedido por su hermano Leopoldo II, que reinó sólo dos años. “Cínico y manipulador, Leopoldo logró convencer a sus contemporáneos y a las posteriores generaciones de historiadores de que la Ilustración le parecía bien”. Con Leopoldo II, las relaciones con la poderosa y bien armada Francia empeoraron. La declaratoria de guerra por parte de Francia ocurrió un mes después de la muerte de Leopoldo, cuando ya estaba en el trono su hijo, Francisco II, que reinaría entre 1792 y 1835. El gran acierto de Francisco II fue nombrar a Metternich como su ministro de Relaciones Exteriores. Los Habsburgo llegaron a tener todo perdido, comenzando por el Sacro Imperio Romano Germánico que simplemente desapareció, pero las cosas se ajustaron con el congreso de Viena (1814-1815), que “reunió a dos emperadores, cuatro reyes, once príncipes reinantes y doscientos ministros plenipotenciarios”. En ese congreso los Habsburgo recuperaron casi todos sus territorios. En 1848 estalló la revolución en Francia. En su diario, Von Neumann, sucesor de Metternich, registra así los hechos de ese año: “en Francia, el partido revolucionario ha proclamado una república (1 de marzo)… Se ha sabido también que Bélgica se ha convertido en una república y que el rey Leopoldo ha abandonado Bruselas (3 de marzo)… La policía comunica que hay planeada para mañana una sublevación en Módena, Reggio y Parma (6 de marzo)… Malas noticias provenientes de Alemania, donde el movimiento revolucionario se propaga (14 de marzo)”. Después vino la revuelta en Viena. El relato de Rady parece una noticia sacada de cualquier periódico latinoamericano de estos tiempos: “tras asaltar el edificio y obligar a los diputados de la dieta a dispersarse, los estudiantes salieron al balcón del primer piso y soliviantaron a la multitud congregada en la calle. Grupos de matones reclutados en los suburbios acudieron a reforzarlos, cosa que convirtió la ruidosa manifestación en un motín. El mando militar de la plaza, el archiduque Alberto, primo del emperador Fernando I, suplicó a la multitud que se dispersara, pero recibió un golpe en la cabeza. Durante varias horas sus tropas aguantaron una verdadera lluvia de piedras, hasta que un grupo de soldados italianos deshizo la formación y abrió fuego. Cuatro personas murieron a consecuencia de los disparos, un estudiante de derecho resultó herido con una bayoneta y una anciana murió aplastada por la multitud que huía presa del pánico”. Añade Rady: “el peligro radicaba en que el imperio de los Habsburgo se hiciera pedazos. Sus componentes austriacos, de lengua alemana, se unirían a una nueva Alemania, mientras que Bohemia formaría el núcleo de un nuevo estado eslavo y el reino de Lombardía-Véneto se separaría, quizás para unirse al reino de Piamonte. Una Hungría en gran medida reducida se convertiría luego en un reino independiente. A mediados de 1848 daba la impresión de que la disolución del imperio habsbúrgico era cosa segura. Mientras tanto, por las calles de Viena el poder caía en manos de unas milicias cada vez más radicalizadas, cuyos integrantes habían aumentado tras el ingreso de ‘elementos barbudos’ (la barba se consideraba un distintivo revolucionario). En el mes de mayo, en medio de la nueva oleada de violencia, la familia imperial huyó de la capital y se refugió en Innsbruck”. El 9 de noviembre de ese 1848 anota Von Neumann en su diario: “hoy he recibido la noticia de la abdicación de nuestro emperador, en segunda instancia, en favor de su sobrino, el archiduque Francisco José, hijo del archiduque Francisco Carlos, que ha renunciado a sus derechos a la corona. El exemperador se ha retirado a Praga”. El gobierno de Francisco José se formó creando una burocracia, un funcionariado. Dice Rady que Francisco José “era completamente inepto, pero estaba convencido de la superioridad de su saber”. Enfrentó la creación de los estados nacionales, lo que significa, leído en los términos del imperio, que éste se reducía cada vez más. Tómese en cuenta que, en el vecindario, Bismarck alborotaba el avispero y tenía el impudor de declarar: “aprovecharé el primer pretexto que se me presente para declarar la guerra a Austria, disolver la Confederación Germánica, someter a los estados menores y dar la unidad nacional a Alemania bajo la hegemonía de Prusia”. Entrado el siglo XX, la primera guerra mundial fue el disolvente de lo poco que iba quedando del predominio de los Habsburgo. “El imperio de los Habsburgo se convirtió en un apéndice militar de Alemania y el mando estratégico de sus fuerzas pasó en septiembre de 1916 al káiser Guillermo II”. Francisco José murió en 1916 y su sucesor fue un sobrino suyo, Carlos. En 1918 “el 11 de noviembre el emperador Carlos I renunció formalmente a su intervención en los asuntos públicos (pero no abdicó). Poco después, el líder socialista austriaco Karl Renner visitó a Carlos en el palacio de Schönbrunn para pedirle que se diera prisa con las palabras ‘señor Habsburgo, el taxi está esperando’. Al día siguiente, lo que quedaba del parlamento imperial proclamó la república (…). El imperio de los Habsburgo se desintegró por completo y sus tierras acabaron repartidas entre seis estados”. Esta historia de los Habsburgo se lee como una novela. El último párrafo comienza así: “Durante más de nueve siglos, los Habsburgo engendraron bobalicones y visionarios, aficionados a la magia y a la masonería, fanáticos religiosos, monarcas comprometidos con el bienestar de sus pueblos, mecenas de las artes y adalides de la ciencia, y constructores de grandes palacios e iglesias. Algunos miembros de la casa de Habsburgo se entregaron abnegadamente a la paz, mientras que otros se embarcaron en guerras estériles”. La traducción de este libro se debe a Teófilo de Lozoya y a Juan Rabasseda.