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Los Médicis, de Alexandre Dumas

Los Médicis, de Alexandre Dumas

Los Médicis, de Alexandre Dumas

Cuenta la solapa de esta edición, que cuando Alexandre Dumas (1802-1870) tenía treinta y ocho años, se instaló por un tiempo en Florencia escondiéndose de sus acreedores. Allí le fue encargado este breve libro que uno se devora por la magia del arte narrativo de Dumas. En poco más de cien páginas, traducidas por Mar Benavides, cuenta la trayectoria de esta familia durante tres siglos.

El primer párrafo recuerda que “todo lo que fue grande en la historia de la Humanidad quiso serlo siempre aún más con comienzos fabulosos. Atenas se vanagloriaba de haber sido fundada por Minerva. Julio César se creía descendiente directo de Venus. Lo mismo ocurrió con los Médicis. Dicen que uno de sus antepasados, de nombre Averardo de Médici, se encontraba en Italia a finales del siglo VIII en el entorno de Carlomagno (…). Averardo, retado por un gigante longobardo llamado Mugello, aceptó combatirlo resultando vencedor y heredó, según la costumbre de la época, no sólo las armas, sino también los bienes del vencido”.

Y añade Dumas: “fuera como fuese, es posible que no exista una sola familia, no sólo en Italia sino en ningún otro país del mundo, que haya ostentado un puesto tan alto y dilatado en la historia de su país como el que ocuparon los Médicis en la historia de Florencia”. Sin contar que además de su poder local, pusieron cuatro papas y dos reinas de Francia. Su poder se origina en la riqueza. Eran banqueros y tenían una enorme fortuna dispersa a lo largo y ancho de Europa. Y, antes de asumir el máximo poder en Florencia como una propiedad más de la familia, no disimulaban lo contrario, exhibían su riqueza cada vez que se propiciaba la ocasión de mostrar quiénes eran los que mandaban. Una historia ilustra esto: en 1471, el duque de Galeazzo, máximo poder de Milán anunció un viaje a Florencia en compañía de su esposa. Y a éste también le interesa mostrar su riqueza y viajaba “con una pompa y un fausto hasta entonces desconocidos: doce carros cubiertos de telas de oro cargados a lomos de mulos a través de los Apeninos, por carreteras y caminos donde aún no era posible el paso de coches: los precedían cincuenta hacaneas para la duquesa y sus mujeres de confianza, así como cincuenta caballos para el duque y sus guardias. Quinientos soldados de infantería, cien hombres armados y cincuenta sirvientes los seguían vestidos con telas de seda y plata; quinientos criados llevaban atados quinientos perros de caza y otros veinticinco mantenían en su puño veinticinco halcones, acerca de los cuales el conde acostumbraba a decir que no vendría el peor favorecido por menos de doscientos florines de oro”.

Ante semejante ostentación, el único anfitrión florentino posible, era el florentino más rico, el banquero Lorenzo de Médici. “Lorenzo, al contrario de su ilustre huésped, no tenía trajes cubiertos de oro y diamantes, pero sí disponía de salas donde guardaba toda clase de maravillas del arte antiguo, así como todas las muestras del arte moderno; a diferencia de Galeazzo no poseía todo este séquito de cortesanos y criados, pero estaba rodeado de un círculo de hombres ilustres, sabios y artistas como ningún rey de la época hubiera podido tener”. Dumas hace la lista de los genios que rodearon a Lorenzo; algunos son Pico della Mirandola, Marcello Pucci, Andrea Mantegna, El Perugino, Leonardo da Vinci, el joven Miguel Ángel…

Una vez entraron en política, y durante los siguientes tres siglos, fueron la principal familia florentina, acaso ése fue el mayor aporte a su tierra y al mundo, su interés en la creación y en la cultura. La pintura, la escultura, la arquitectura, la escritura, las universidades, la investigación científica. Nada de esto les fue ajeno, hasta el punto de que, al final, haciendo un balance, Dumas resume así “la gran estirpe de los Médicis, cuyos vicios quedaron en su época, pero cuyas virtudes permanecerán por los siglos”.

Como adivinarán, Dumas se divierte contando cosas de esa familia. Del mismo Lorenzo, el magnífico, cuenta que su médico lo sometía a “cuidados un tanto inauditos (…) haciéndole ingerir una descomposición de perlas y piedras preciosas”. De un sobrino de éste, llamado también Lorenzo, no ya el magnífico, más bien odiado por los florentinos, cuenta que recibió “un tiro de arcabuz en la cabeza. Florencia, que lo creyó muerto, vibró de alegría; y fue necesaria su presencia, al cabo de cuarenta días de convalecencia pasados en Ancona, para que Florencia se decidiera a creer que había sanado... Muchos persistieron en creer que Lorenzo había muerto realmente y que el cuerpo que pasaba ante ellos no era más que un espectro reanimado por el demonio”.

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