El diablo, novela de Lev Tolstoi
El diablo es una muy breve novela que León Tolstói (1828-1910) escribió en 1889, que revisó al año siguiente con un segundo final distinto al primero que había redactado, y que luego escondió, primero entre las botas que llevaba puestas y luego en su estudio, haciendo “descoser el sofá de cuero, introducir el texto y luego volverlo a coser… para que nadie, sobre todo su amada esposa, pudiera leer aquellas hojas”, según cuenta en el prólogo Ricardo San Vicente, quien tradujo esta narración en compañía de José Laín Entralgo.
Al año de muerto, en 1911, Vladimir Chertkov, mano derecha del conde, y a quien la mujer de Tolstói consideraba “responsable de todas las locuras de su marido”, incluyó El diablo en la edición de obras póstumas que él preparó.
Todo hace pensar que tantas precauciones se debieron a que la novela es autobiográfica y que Yevgueni Irténev, su protagonista, es el mismo Tolstói. Si es así, se trata de la confesión de adulterio por parte del marido, lo que, en sí mismo, es una innovación en cuanto al esquema habitual de las novelas de adulterio del siglo XIX, en las que lo novelable (pienso en Madame Bovary,pienso en Anna Karenina, pienso en todas) es la infidelidad de la esposa, implicando de esa manera que lo dramático, lo culpable, es que la mujer sea infiel mientras que las andanzas extramatrimoniales del marido son meros deslices que no significan la tragedia que conllevan las mismas faltas en una mujer.
Anota el prologuista que, “como se puede ver en sus diarios, Tolstói dedicó gran parte de su vida y obra a la autoperfeccionamiento. Como todo buen noble, Tolstói se empleó a fondo en hacer de sí un modelo de perfección en todos los terrenos, desde la equitación o el arte de la guerra, hasta el oficio de narrar y el buen comportamiento. Y si su máxima aspiración fue el perfeccionamiento moral, su empeño, que en el terreno de la equitación, la guerra y la literatura se vio coronado con el éxito, no obstante fracasó repetidamente en un ámbito: el de sus sentidos (…) y en lo referente a los sentidos, podemos interpretar toda su obra –desde Infancia hasta Jadzhi Murat– como un armazón que el conde se construye para dominar su carne desmandada… El mandamiento que recorre tormentosamente su vida es la voluntad de dominar, más que sus pasiones, su pasión primera, que es la carne”.
El personaje central de El diablo, Yevgueni Irténev, “tenía veintiséis años, era de estatura mediana, de vigorosa complexión, con los músculos desarrollados por la gimnasia, sanguíneo, de mejillas muy coloradas, con fuertes dientes y labios y un cabello poco espeso, suave y rizado (…). Sus compañeros del gimnasio y la universidad siempre le tuvieron particular afecto y respeto. Idéntica impresión producía en todos. Era imposible no creer lo que decía. Era imposible suponer el engaño, la mentira en aquella cara abierta y honrada y, principalmente, en aquellos ojos”. Después de terminar brillantemente sus estudios de derecho en la Universidad de San Petersburgo, y a raíz de la muerte de su padre, se ve obligado a instalarse en las tierras familiares para salvar su fortuna. Allí, en el campo, vive con su madre, y se pone en la tarea de sanear su fortuna, con mucha dedicación, pero también con éxito pues, como dice el narrador, “su personalidad le ayudaba mucho en los negocios”.
Todo iba bien, salvo por una cosa: viviendo en la ciudad “había tenido relación con distintas mujeres. No era un libertino, pero tampoco era, como él mismo se decía, un fraile”. Pero cuando llevaba más de un mes en sus campos, “la abstinencia forzosa empezaba a repercutir en él desfavorablemente. ¿Es que tendría que ir a la ciudad para esto? ¿Y adónde? ¿Cómo? Eso era lo único que preocupaba a Yevgueni Irténev, y como estaba seguro de que le era necesario, se le hizo realmente necesario, y sentía que no se veía libre de ello y que, contra su voluntad, los ojos se le iban tras cualquier mujer joven”.
Termina contándole sus necesidades a Danila, un antiguo empleado de confianza de su padre; “podía habérmelo dicho antes, eso se puede arreglar”. Y Yevgueni Irténev le precisa: “lo único que yo necesito es que no padezca enfermedades; no quiero líos: la mujer de un soldado o algo por el estilo”. Y eso le consigue Danila. Haciendo un primer balance, “todo había resultado bien. Sobre todo, ahora se sentía tranquilo y animoso. Ni siquiera se había parado a mirarla debidamente. Recordaba que era limpia, lozana, guapa y sencilla, sin afectación alguna”.
Comienzan a verse periódicamente. “Las relaciones con Stepanida eran algo que no dejaban en él la menor huella. Cierto que a veces experimentaba el deseo de verla hasta tal punto que no podía pensar en otra cosa, pero eso duraba poco; convenía una cita y de nuevo la olvidaba, sin acordarse de ella durante varias semanas, a veces hasta un mes”.
Llegó el momento en que Yevgueni Irténev se enamoró de una chica de la ciudad, Liza Ánnenskaya. “Liza era una mujer alta, fina y larga. Todo en ella era largo: la cara, la nariz, aunque no hacia delante, sino a lo largo, el rostro, los dedos, los pies. Su tez era delicada, blanca, un tanto amarilla, suavemente sonrosada; sus cabellos eran largos, rubios, suaves y rizados; sus ojos eran hermosos, claros, tímidos y confiados”. Se casó con Liza y no volvió a pensar en su amante campesina por muchos meses. Ni a verla siquiera.
Hasta que un día tropezó con ella y a él le produjo una sensación nueva: “No puede ser, se dijo Yevgueni, ceñudo como si tratase de sacudirse una mosca, molesto por el hecho de haberla visto. Se sentía disgustado y, a la vez, no podía apartar los ojos de su cuerpo, que se balanceaba con aquel andar suave y vigoroso, de sus brazos, de sus hombros, de los bonitos pliegues de la chambra y de la roja saya, recogida sobre sus blancas pantorrillas”. Y se obsesiona con ella…
Se obsesiona y se angustia. En cierto momento se desahoga con un tío: “pensé que era algo sin importancia, que lo cortaría y ahí acabaría todo. Lo corté antes de la boda y casi durante un año ni la vi ni pensé en ella. –A Yevgueni se le hacía raro escucharse, oír la descripción del estado en que se encontraba–. Luego, de pronto, no sé por qué (la verdad es que a veces uno cree en los hechizos), volví a verla, y se me metió un gusano en el corazón que no cesa de roerme. Me increpo a mí mismo, comprendiendo todo el horror de mi acción, es decir, de lo que a cada momento podría hacer, y yo mismo voy a buscarlo, y si no lo he hecho ha sido porque Dios me salvó”.
“… Y si no lo he hecho”. Llama la atención: hasta ahora sólo ha pecado de deseo, pero eso no lo redime. Lo condena igual. Es el momento de trascribir la primera frase de la cita bíblica que le sirve a Tolstói como epígrafe de El diablo: “pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”.
El diablo tiene dos finales. El primero es de cuando escribió el texto. El segundo es un año posterior. Son distintos. Son horribles. No los voy a contar. Sólo, para evadir ese asunto, termino recordando que es la segunda novela con dos finales de algún novelista ruso superstar. Una, queda dicho, es ésta, El diablo, de Tolstói. Y la otra es El doble de Fiódor Dostoyevski.