Tropezar y no caer
La piedra de hoy es la misma de ayer, aunque sus detalles entrañen sacrificios. Sólo el tiempo posee una rara sensación de plenitud: la piedra siempre dejará marcas en la piel que la sostenga. Idéntica será la magnitud del error que nos obliga a tropezar con ella: aunque cambie de aire o de color.
Cada fragmento posee la forma no soñada. Mientras espera la metamorfosis, la piedra cambia de pasión. Asume el detalle sagrado de la lámpara o la tenue contradicción de lo imposible. Es igual a las demás porque es idéntica a sí misma.
Como idéntica es la trampa engaña la densidad de su envoltorio. Su espacio Ella no escucha los suicidios.
Tropezar supone el cambio, la caída: la piedra inmortal, lo mismo que el camino y el ser. Dejar de andar enciende el pretexto de las fugas: cruzar las siembras, mirar el cielo, sujetar los árboles, seguir el rumbo del vértigo y llegar ante una pequeña puerta donde se rompe el equilibrio, la incesante ceremonia de gestar.
La piedra altiva, en medio del sendero, nos invita a tropezar todos los días como raro accidente. Permanece fija, brutal, inalterable, como punto capaz de fulminarnos.
Ella, de aquel lado, sabe no esperar: sólo la mueve su implacable sombra. Al chocar no quedará un hueco en el aire sino un puerto de frutos secos que vuelven a trepar al árbol por sus ramas después de romper la grieta del mentir.