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“La República Poética”, de Robert Burton

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Darío Jaramillo AgudeloBogotá, Colombia

Hasta 1997, cuando la Sociedad de Neuropsiquiatría de España, por fin, publicó el texto íntegro. Ahora, el Círculo de Bellas Artes de Madrid, que tiene una colección de diferentes utopías que comenzó con la de Tomás Moro, hizo una edición de un fragmento del extenso prólogo del libro de Burton que puede entenderse como otra utopía de esa época tan rica en teorías ideales de la sociedad humana. Los tiempos del barroco son los tiempos de las utopías y este pequeño libro viene con un magistral prólogo de Fernando Rodríguez de la Flor, acaso el más notable, cómo se dice, ¿barrocólogo, barroquero?, de nuestro tiempo.

La República Poética –título inventado por los editores con una frase sacada del texto– comienza con un diagnóstico de la sociedad de su tiempo (¡poco ha cambiado!): “protestas, pobreza, barbarie, mendicidad, plagas, guerras, rebeliones, sediciones, motines, disputas, ociosidad, libertinaje, sibaritismo, que la tierra esté baldía, yerma, llena de pantanos, fangales, desiertos y demás, ciudades en declive, villas humildes y pobres, aldeas despobladas, gente escuálida, fea, grosera: ese reino, ese país ha de ser infeliz y melancólico, tiene un cuerpo enfermo y necesita una reforma”. Buena parte de los males proviene de “la incapacidad de gobernar, la ataraxia, la confusión, el desgobierno procedente de magistrados inexpertos, perezosos, ávidos, codiciosos, injustos, irreflexivos o tiránicos, cuando son necios, idiotas, infantiles, orgullosos, obstinados, parciales, indiscretos, opresores, frívolos, tiranos, incapaces o ineptos para tales oficios”.

De esto se sigue que “mientras sean analfabetos, ignorantes, charlatanes políticos (…), o sean sabios solo por herencia y ocupen puestos de autoridad por derecho de nacimientos, por favoritismo, o por sus riquezas y sus títulos: debe haber un error, un gran defecto, porque, como afirma un antiguo filósofo, esos hombres no siempre son aptos: ‘de entre un número infinito, solo unos pocos son senadores; y de esos pocos, menos aún son buenos; y de ese pequeño número de hombres buenos y nobles, hay pocos que sean doctos, sabios, discretos y competentes, y capaces de desempeñar cargos de este tipo’. Todo esto debe conducir al caos de un estado”.

Lo primero, entonces, es que hay que salir de los “buitres con toga (…), halcones al acecho del oro, buscadores de oro, pescadores de dinero, gente que multiplica su dinero por cuatro, aprovechados de los tribunales, del foro, hombres monstruosos, traficantes de esclavos; que dicen encargarse de lograr la paz, pero que en realidad son los que la perturban, una banda de harpías descreídas, alguaciles que arañan y pellizcan; me refiero a nuestros picapleitos hambrientos de siempre, leguleyos de los tribunales, todo amor y honor (…) no tienen arte ni criterio, y hacen más daño que la enfermedad, las guerras, el hambre o los achaques”.

Enseguida, es necesario “curar las enfermedades epidémicas que tenemos: el escorbuto, la plica, el morbo napolitano y demás; acabar con todas nuestras vanas controversias; interceptar nuestros turbulentos deseos, las lujurias desordenadas; erradicar el ateísmo, la impiedad, la herejía, el cisma y la superstición que tanto atormentan al mundo en este momento; catequizar contra la burda ignorancia; purgar a Italia de la lujuria y el libertinaje, a España de la superstición y los celos, a Alemania de la embriaguez, a todos nuestros países del norte de la glotonería y la destemplanza; castigar a nuestros padres, maestros y tutores por su dureza de corazón; azotar a los niños desobedientes, a los siervos negligentes, corregir a los hijos manirrotos y derrochadores; obligar a trabajar a los indolentes; sacar a los borrachos de las cervecerías; castigar a los ladrones; controlar a los magistrados corruptos y tiránicos, etc.”.

Remediados los males, sigue construir una nueva realidad: “por mi parte, quiero sentirme satisfecho y complacido conmigo mismo, haciéndome una Utopía, una Nueva Atlántida, una república poética mía propia, en la que pueda dominar sin trabas, construir ciudades, hacer leyes, estatutos, a mi antojo, ¿por qué no?”.

Hay una parte en que Burton hace de arquitecto y urbanista: “cada provincia tendrá una metrópolis, que estará situada casi como el centro de una circunferencia, y el resto a la misma distancia, separadas entre sí unas doce millas italianas más o menos; en ellas se venderá todo lo necesario para el uso humano (…); no habrá ciudades mercado, ni mercados o ferias, porque solo empobrecen las ciudades; ningún pueblo estará a más de seis, siete u ocho millas de una ciudad, salvo los emporios situados a la orilla del mar, los mercados generales de materias primas y los lugares de comercio (…). Las ciudades se situarán en su mayor parte junto a ríos navegables o lagos, ensenadas y puertos, y tendrán forma regular (redondas, cuadradas u oblongas) con calles limpias, amplias y rectas, casas uniformes, construidas en ladrillo y piedra (…) Solo voy a admitir unos pocos barrios o ninguno, y de construcciones muy básicas, solo con muros que guarecen a hombres o caballos, salvo en las ciudades fronterizas o las que estén a orillas del mar, que se fortificarán siguiendo los métodos más modernos (…). En cada ciudad construida de este modo, tendré iglesias situadas convenientemente y lugares separados para enterrar a los muertos, en vez de cementerios de iglesias (…), prisiones para delincuentes, provechosos mercados de todo tipo: para el grano, la carne, el ganado, los combustibles, el pescado, etc.; tribunales de justicia útiles, salones públicos para todas las asociaciones, para las bolsas, lugares de encuentro, arsenales (donde se guardarán máquinas para extinguir el fuego), parques de artillería, paseos públicos, teatros y campos espaciosos destinados a gimnasia, deportes y recreaciones honestas; hospitales de todo tipo para niños, huérfanos, ancianos, enfermos, locos, soldados, lazaretos”.

Luego siguen las reformas sociales: “proporcionaré escuelas públicas de todo tipo, de canto, de danza, de esgrima, etc., y sobre todo, de gramática e idiomas, que no se han de enseñar con esos aburridos preceptos utilizados normalmente, sino por medio del uso, los ejemplos y la conversación, que es como aprenden los que viajan al extranjero y como enseñan las niñeras a los niños (…). Ninguna parroquia tendrá más de mil oyentes. Si fuera posible, tendría a sacerdotes que imitaran a Cristo, abogados caritativos que amasen a sus prójimos como a sí mismos, médicos comedidos y modestos, políticos que despreciaran el mundo, filósofos que se conocieran a sí mismos, nobles que vivieran honestamente, mercaderes que dejaran de mentir y engañar y magistrados que renunciaran a la corrupción; pero como esto es imposible, conseguiré lo que pueda (…). Todas las causas se abogarán ocultando los nombres de las partes (…). Ninguna controversia estará pendiente de resolución durante más de un año”.

Al final también prescribe normas sobre la vida familiar: “ningún hombre se casará antes de que tenga veinticinco años, ninguna mujer hasta que tenga veinte (…); y puesto que muchas familias se ven obligadas a vivir en la miseria consumidas y arruinadas por las grandes dotes, no se darán (o se dará muy poco) y las fijarán los supervisores; las feas tendrán una dote mayor; y si son hermosas, nada o muy poco”.

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