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Los duelistas huelen a humedad

Serán protagonistas de una lucha sin fin: uno por jurar eternidad y el otro para libertar a su princesa del cadalzo. El templo se llena de esmeraldas y duendes que buscan el final feliz.

Por la puerta principal salen las épocas, vencidas por gloriosos precipicios. No son aplaudidas ni rechifladas. Las gentes las miran con graciosa impunidad.

Por la ventana llegan el pícaro y el irreverente como aleros delirantes, dándose golpes en pecho por creerse los héroes positivos. Ellos mismos se aplauden y se sientan en la peor esquina a leer con gafas, poses y complejos musicales.

Por la entrada trasera penetran los conejos. Ni sollozan de cantan. Se desnudan como ciudades sin orillas y acumulan los huesos inmortales. Estos sí son aplaudidos porque traen los fuegos girando entre sus dedos grises y manchados de monedas.

Por el frente del salón vienen las flores, los sombreros y las cartas de amor no correspondidas. Se detienen en medio de la escena y reciben la herencia condenada. No vienen preparadas para ovacionar pero saben que ningún rostro se parece al sacrificio.

El espectáculo está a punto de empezar: salen los duelistas, uno con flores, olmos y guitarras al cinto. El otro trae dardos y ballestas.

La lucha es a muerte. La princesa huele a medianoche.

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