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Un cuento de Jorge Luis Borges

Este es uno de los mejores relatos escritos en lengua castellana, cuya vigencia se mantiene a través de los años.

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Jorge Luis BorgesBuenos Aires, Argentina

Hombre de la esquina rosada A mi´, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conoci´, y eso que e´stos no eran sus barrios porque el sabi´a tallar ma´s bien por el Norte, por esos lados de la laguna de Guadalupe y la Bateri´a. Arriba de tres veces no lo trate´, y e´sas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidara´, como que en ella vino la Lujanera porque si´ a dormir en mi rancho y Rosendo Jua´rez dejo´, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer e´se nombre, pero Rosendo Jua´rez el Pegador, era de los que pisaban ma´s fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicola´s Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabi´a llegar de lo ma´s paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas tambie´n; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copia´bamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustro´ la verdadera condicio´n de Rosendo.

Parece cuento, pero la historia de esa noche rari´sima empezo´ por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y e´se era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendicio´n de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soleda´ juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recie´n despue´s lo supimos. Los muchachos esta´bamos dende tempran~o en el salo´n de Julia, que era un galpo´n de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que uste´ lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergu¨enza, y por el barullo tambie´n. La Julia, aunque de humilde color, era de lo ma´s conciente y formal, asi´ que no faltaban mu´sicantes, gu¨en beberaje y compan~eras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murio´, sen~or, y digo que hay

an~os en que ni pienso en ella, pero habi´a que verla en sus di´as, con esos ojos. Verla, no daba suen~o.

La can~a, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el monto´n que yo trataba de sentir como una amista´: la cosa es que yo estaba lo ma´s feliz. Me toco´ una compan~era muy seguidora, que iba como adivina´ndome la intencio´n. El tango haci´a su volunta´ con nosotros y nos arriaba y nos perdi´a y nos ordenaba y nos volvi´a a encontrar. En esa diversio´n estaban los hombres, lo mismo que en un suen~o, cuando de golpe me parecio´ crecida la mu´sica, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez ma´s cercano. Despue´s, la brisa que la trajo tiro´ por otro rumbo, y volvi´ a atender a mi cuerpo y al de la compan~era y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autorida´, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.

Para nosotros no era todavi´a Francisco Real, pero si´ un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada. Me golpeo´ la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encaje´ la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiro´ los brazos y me hizo a un lado, como despidie´ndose de un estorbo. Me dejo´ agachado detra´s, todavi´a con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguio´ como si tal cosa, adelante. Siguio´, siempre ma´s alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje miro´n- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duro´. En el monto´n siguiente ya estaba el Ingle´s espera´ndolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmio´ con un planazo que teni´a listo. Jue ver ese planazo y jue veni´rsele ya todos al humo. El establecimiento teni´a ma´s de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, despue´s, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como rie´ndose de e´l. Tambie´n, como reserva´ndolo pa Rosendo, que no se habi´a movido para eso de la pare´ del fondo, en la que haci´a espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro despue´s. El Corralero fue empujado hasta e´l, firme y ensangrentado, con e´se viento de chamuchina pifiadora detra´s. Silbando, chicoteado, escupido, recie´n hablo´ cuando se enfrento´ con Rosendo. Entonces lo miro´ y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:

Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahi´ unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me ensen~e a mi´, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.

Dijo esas cosas y no le quito´ los ojos de encima. Ahora le reluci´a un cuchillo´n en la mano derecha, que en fija lo habi´a trai´do en la manga. Alrededor se habi´an ido abriendo los que empujaron, y todos los mira´bamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violi´n, acataba ese rumbo.

En eso, oigo que se desplazaban atra´s, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que seri´an la barra del Corralero. El ma´s viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelanto´ para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrio´ con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.

¿Que´ le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Segui´a callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no se´ si lo escupio´ o si se le cayo´ de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salo´n no nos alcanzo lo que dijo. Volvio´ Francisco Real a desafiarlo y e´l a negarse. Entonces, el ma´s muchacho de los forasteros silbo´. La Lujanera lo miro´ aborrecie´ndolo y se abrio´ paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metio´ la mano en el pecho y le saco´ el cuchillo desenvainado y se lo dio´ con estas palabras:

Rosendo, creo que lo estara´s precisando.

A la altura del techo habi´a una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibio´ Rosendo el cuchillo y lo filio´ como si no lo reconociera. Se empino´ de golpe hacia atra´s y volo´ el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo senti´ como un fri´o. De asco no te carneodijo el otro, y alzo´, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendio´ y le echo´ los brazos al cuello y lo miro´ con esos ojos y le dijo con ira:

Dejalo a e´se, que nos hizo creer que era un hombre.

Francisco Real se quedo´ perplejo un espacio y luego la abrazo´ como para siempre y

les grito´ a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los dema´s de la diversio´n, que bailaramos. La milonga corrio´ como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudie´ndola. Llegaron a la puerta y grito:

¡Vayan abriendo cancha, sen~ores, que la llevo dormida!- dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango. Debi´ ponerme colorao de vergu¨enza. Di´ unas vueltitas con alguna mujer y la plante´ de golpe. Invente´ que era por el calor y por la apretura y jui orillando la pare´ hasta salir. Linda la noche, ¿para quie´n? A la vuelta del callejo´n estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentre´ a amargarme de que las descuidaran asi´, como si ni pa recoger changangos sirvie´ramos. Me dio coraje de sentir que no e´ramos naides. Un manoto´n a mi clavel de atra´s de la oreja y lo tire´ a un charquito y me quede´ un espacio mira´ndolo, como para no pensar en ma´s nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el di´a siguiente, yo me queri´a salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurri´a solo del barrio.

Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo me rezongo´ al pasar, no se´ si para desahogarse, o ajeno. Agarro´ el lado ma´s oscuro, el del Maldonado; no lo volvi´ a ver ma´s.

Me quede´ mirando esas cosas de toda la vida cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahi´ abajo, un caballo dormido, el callejo´n de tierra, los hornos y pense´ que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Que´ iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no ma´s? Senti´ despue´s que no, que el barrio cuanto ma´s aporriao, ma´s obligacio´n de ser guapo.

¿Basura? La milonga de´le loquiar, y de´le bochinchar en las casas, y trai´a olor a madreselvas el viento. Linda al n~udo la noche. Habi´a de estrellas como para marearse mira´ndolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mi´ no me representaba nada el asunto, pero la cobardi´a de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me queri´an dejar. Hasta de una mujer para esa noche se habi´a podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pense´, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios que´ lado agarraron. Muy lejos no podi´an estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.

Cuando alcance´ a volver, segui´a como si tal cosa el bailongo. Hacie´ndome el chiquito, me entrevere´ en el monto´n, y vi que alguno de los nuestros habi´a rajado y que los norteros tangueaban junto con los dema´s. Codazos y encontrones no habi´a,

pero si recelo y decencia. La mu´sica parecia dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no deci´an esta boca es mi´a. Yo esperaba algo, pero no lo que sucedio´.

Ajuera oi´mos una mujer que lloraba y despue´s la voz que ya conoci´amos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, dicie´ndole:

Entra´, m'hijay luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.

¡Abri´ te digo, abri´ gaucha arrastrada, abri´, perra! se abrio´ en eso la puerta tembleque, y entro´ la Lujanera, sola.

Entro´ mandada, como si viniera arrea´ndola alguno. La esta´ mandando un a´nima dijo el Ingle´s.

Un muerto, amigo dijo entonces el Corralero.

El rostro era como de borracho. Entro´, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dio´ unos pasos marcado alto, sin ver y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con e´l, lo acosto´ de espaldas y le acomodo´ el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punzo´ que antes no le oserve´, porque lo tapo´ la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo can~a y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban pregunta´ndose con la cara y ella consiguio´ hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa pun~alada y que ella jura que no sabe quie´n es y que no es Rosendo. ¿Quie´n le iba a creer? El hombre a nuestros pies se mori´a. Yo pense´ que no le habi´a temblado el pulso al que lo arreglo´. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeo´, la Julia habi´a estao cebando unos mates y el mate dio´ la vuelta redonda y volvi´o a mi mano, antes que falleciera. "Ta´penme la cara", dijo despacio, cuando no pudo ma´s. So´lo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agoni´a. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa alti´sima. Se murio´ abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejo´ de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Teni´a ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de ma´s coraje que hubo en aquel entonces, dende la Bateri´a hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdi´ el odio.

Para morir no se precisa ma´s que estar vivo dijo una del monto´n, y otra, pensativa tambie´n:

Tanta soberbia el hombre, y no sirve ma´s que pa juntar moscas. Entonces los norteros jueron dicie´ndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte despue´s.

Lo mato´ la mujer.

Uno le grito´ en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvide´ que teni´a que prudenciar y me les atravese´ como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Senti´ que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:

Fijense´n en las manos de esa mujer. ¿Que pulso ni que´ corazo´n va a tener para clavar una pun~alada? An~adi´, medio desganado de guapo: ¿Quie´n iba a son~ar que el finao, que asegu´n dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como e´ste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida despue´s?

El cuero no le pidio´ biaba a ninguno. En eso iba creciendo en la soleda´ un ruido de jinetes. Era la polici´a. Quien ma´s, quien menos, todos tendri´an su razo´n para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordara´n ustedes aquella ventana alargada por la que paso´ en un brillo el pun~al. Por ahi´ paso despue´s el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera teni´a lo aligeraron esas manos y alguno le hacho´ un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, sen~or, que asi´ se le animaban a un pobre dijunto indefenso, despue´s que lo arreglo´ otro ma´s hombre. Un envio´n y el agua torrentosa y sufrida se lo llevo´. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vi´sceras, porque preferi´ no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovecho´ el apuro para salir. Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violi´n le sabi´a sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de n~andubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano. Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardi´a en la ventana una lucecita, que se apago´ en seguida. Te juro que me apure´ a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volvi´ a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabi´a cargar aqui´, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegue´ otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.

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