Crónicas profanas
Las mejores crónicas se escriben con los ojos fuera de su sitio. Son crónicas que saben exiliarse en la sangre de la noche. Cantan al amor cuando llega la nostalgia; invocan la tristeza cuando vuela la orfandad; destilan utopías cuando el tacto es anhelado. Son crónicas mundanas, pero crónicas al fin con brotes, llagas y orificios que desclavan el ojo ajeno de paredes pretendidas.
Las escribo cuando rondan mi memoria. Primero las escucho llegar con prisa adulterada, como gaviota abatida por el murmullo insomne. Después las saco a la fuerza de la memoria y las estampo en el papel donde duermen mis recelos.
Las crónicas no duermen. Son hijas del silencio que lanza la vida del otro lado del reloj sin tiempo para recoger las barcas del diluvio.
Llevan el valor del trapecista que pierde el equilibrio y cae, sonriente sobre una red invisible. Saben lo que vale caminar sobre una cuerda floja con los ojos cerrados.
En ellas vive el oráculo transgresor, la referencia a la danza de los ciegos, el vestido del alba salpicado de pétalos rojizos, de esos pétalos armadores soplos y siembras.
Son crónicas donde solo crece el deseo de la luz. A ellas vendrá la ensoñación como vapor furioso que devora el dominio de la muerte.
Me incino ante ellas. Me atrapan y no puedo salir de la trampa que me tienden. Soy feliz al morir dentro de ellas.