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Cuatro estampas del lenguaje sexista

Este no es un escrito enjundioso. No crean que van a leer una síntesis brillante de censura a las desmaneras y los abusos del lenguaje cultural contra la mujer.

Aquí sólo hallarán motivos para encender el debate y, si acaso, alguna que otra referencia inconclusa que pudiera saltar en forma de lanza incendiaria en contra de su autor.

Son cápsulas fuera de contexto, pero unidas por la diversidad. Ojalá que encuentren ecos o motivos para ser multiplicadas.

I

En su libro “Despreciada en la vida y olvidada en la muerte” (biografía de la Evangelina Rodríguez, la primera “médica” dominicana, publicado por editora Taller, en 1980), el doctor Antonio Zaglul nos regaló un ejemplo de maestría para los que hacemos periodismo cultural. Derrochando sabiduría y haciendo gala de una capacidad investigativa de primer nivel, el doctor Zaglul resumió una anécdota impresionante, un modelo de discurso sobre el uso del lenguaje cuando se desviste de sus esencias sexista y se convierte en un claro instrumento de la magia del decir y de la equidad de género. El pasaje no resiste extrapolaciones, ni resúmenes. Y lo propongo tal y como fue escrito:

“Algunos amigos que leyeron los originales de este libro, me preguntaron el porqué de utilizar siempre el femenino de médico. Y he aquí la razón: En el año 1930, una universitaria se dirigió al Rey Don Alfonso XIII, pidiendo que la expedición del título académico, fuera en femenino, de Licenciada y no de Licenciado. Para resolver reglamentariamente el aparente problema, por Orden Real del día 24 de noviembre, se solicitó un informe a la Real Academia de la Lengua Española.

Recibida en la doctísima corporación la Real Orden, en sesiones ordinarias se encaminó la consulta y, sin sombras de dudas, en el sentido fundamental de la contestación, hubo solamente opiniones sobre el punto de si el título mismo debería enunciarse con sólo el uso de la desinencia masculina o precisando, en su caso, la femenina: sometida a votación ambas proposiciones, fue por mayoría aprobada la que dice:

“El título tendrá distinta denominación, masculina o femenina, según el sexo de la persona que lo posea. Es decir, el título de bachiller, licenciado o doctor, si el que lo posee es varón; título de bachillera, licenciada o doctora, si quien lo posee es hembra” (Zaglul, 16-17).

Dado el informe de la Academia, el Rey Alfonso XIII, resolvió, por Real Orden del 14 de enero de 1931, lo siguiente:

“Que las señoritas o señoras que figuren en cargos o escalafones de los cuerpos del profesorado y los restantes dependientes del Ministerio o que logren los títulos propios del mismo, se llamarán en toda la documentación con la terminación femenina de las respectivas palabras catedráticas, profesoras, archiveras, jefas de administración, rectoras, decanas, directoras, secretarias, bachilleras.

“Tendrán, indistintamente, así solteras como casadas o viudas, en la documentación el uso de “señora” y “doña” y, en su caso, excelentísimas o de ilustrísimas” (Zaglul, 17)

Esas digresiones reales fueron las causas que incidieron en la decisión del doctor Zaglul para referirse a Evangelina Rodríguez como médica a todo lo largo y ancho de su libro.

II

En mi columna “Desde la última butaca” publicada el 8 de septiembre del 2007, en la pág 11 de la sección “La Vida” de Listín Diario, traté un ejemplo de lenguaje sexista en el periodismo cultural. Comentaba en esa ocasión sobre las divas que acompañaron durante una buena parte de sus vidas a dos grandes directores de cine, fallecidos en el transcurso del presente año, el sueco Igmar Bergman (1918) y el italiano Michelangelo Antonioni (1912). Al referirme a la grandeza de estos hombres, lo hice con el ejemplo de un viejo clisé que acostumbramos a poner de sombrero para magnificar el “talento” masculino: “Detrás de cada gran hombre se esconde una gran mujer.”

Evidentemente que tomé prestada la frase del peor machismo. Su autor (evidentemente fue un “hombre”) no se dio cuenta que una de sus múltiples interpretaciones pudiera estar relacionada con la designación de hombres que no pudieron alcanzar celebridad por méritos propios.

Otra interpretación más ingenua remitiría la sentencia a la voluntad del símbolo a favor del equilibrio en la pareja. Pero no, mientras más se repite el término, más golpea en la memoria el sentido de sumisión de toda mujer, en detrimento de su propia obra, a favor del “talento masculino”.

Si la frase fuera a la inversa, es decir, “Detrás de toda gran mujer se esconde un gran hombre”, la frase se adjudicaría a la autoría de las militantes feministas y sería condenada por los fecundos y brillantes correctores de gazapos no sólo por “falsa” y “poco probable”, sino por manipuladora. Ellos tendrían su razón para admitir, primero, que “nunca habría existido una gran mujer” y, segundo que, de haber existido, el hombre que estuviera a su lado “debió de haber sido más “grande” (¿de tamaño?) que ella. De todas formas, salvo honrosas y escasas excepciones, las mujeres siempre han tenido que crecer a la sombra de los hombres, ya sean grandes, medianos o pequeños.

Este no es más que uno de los miles de ejemplos de titulares que el periodismo cultural (y no cultural) ha licitado y por tanto, ha distribuido por el mundo como verdades absolutas que son constantemente usadas y abusadas a veces, incluso, a favor de las mejores causas.

Pero hay más. Sólo pondremos algunos ejemplos que podrían ilustrar el lugar común

III

Frases sexistas que el periodismo cultural ha hecho suyas, son muchas, casi todas, heredadas de la falta de documentación y del facilismo idiomático. He aquí, algunas:

a) “La investigación histórica es cosa de hombres”.

b) “Los hombres no lloran”.

c) Donde hay hombres, no hay fantasmas.

d) El hombre descubrió el fuego.

El lenguaje del periodismo cultural, sobre todo cuando acude a los clisés del idioma, refleja muchos vicios de la sociedad en que se ha desarrollado. La cultura también es sexista y su forma de difundirla mucho más. Un claro ejemplo puede ser la denominación de “Poeta”, calificativo femenino pero que adquiere connotaciones masculinas al antecederle el pronombre “él”. Se sobrentiende, aunque no se use el pronombre, que cuando hablemos de “Poeta”, no nos referimos a la mujer. Para ella se “inventó” un calificativo “exclusivo”, ajeno al ego varonil: “Poetisa”.

La palabra “poeta” como sinónimo tanto de varón, como de persona y el plural masculino, que a veces nos incluye y a veces no, oscurece a las mujeres sin que podamos gramaticalmente poder saber cuándo somos “Poeta” o “Poetas”«plural masculino» y cuándo no; léxico con sus distintos valores: Poeta/Poetisas fulano/fulana... no es más que subterfugio ofensivo más que discriminatorio.

IV

Por último, no salvo de estas infamias del lenguaje ni a las culturas de la antigüedad, ni al mismísimo Gabriel García Márquez, considerado con justeza como el Cervantes de América. En algunas mitologías, como la Griega, el lenguaje legado al periodismo cultural contiene elementos de la “bisexualidad” de dioses y/o diosas. Estas coincidencias mitológicas deberían incorporarse, como argumento probatorio de la teoría que sustenta un origen único, étnicamente hablando, de todas la razas que pueblan nuestro planeta.

En cuanto al Gabo, dio una muestra de su diatriba machista con su "Memoria de mis putas tristes". No se censura esta obra por recrear las travesuras de un anciano de noventa años que quiso regalarse una noche de amor loco con una adolescente virgen, sino por la manera de concebir la mujer objeto no sólo como tema, sino como instrumento de desarrollo de un lenguaje totalmente inconcebible y fuera de contexto.

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