Ventana

Cuidarse de los aplausos

Hay dos tipos de aplausos: los que se invocan y los que apestan. Los aplausos me han hecho revertir la voluntad homicida. Todo el que aplaude tiene algo que matar. Y busca su ideal casi hasta el desdoblamiento mientras sus manos golpean una y otra vez la osamenta del fantasma. No hay un sitio en el mundo que no haya sido aplaudido por sus propios derrumbes.

Sobrevivir al aplauso no es propio de conejos que dan vuelta alrededor de manjar.

Detrás del aplauso está el ojo del fusil que salta al vacío en busca de su segunda oportunidad de trascender como fiera enjaulada. Aplaudir es un acto a favor de lo imposible.

El que no entra al coro de los aplausos es un cero a la izquierda: siempre se premia el resultado nunca el motivo. La emoción es todo para entrar al olimpo con un buen antifaz. No importa el eco ni la sombra, siempre se pretende un mito impar para el ego, la inmerecida aclamación no tiene otro asunto que perder. Una y otra vez todos aplauden a cualquier ventisca.

No importa el cetro del héroe sino la mueca del ritual: todos buscan su propia fe en la máscara desconocida, como si no tuviera sensibilidad ante los espamos. No saben que dentro de aquella piel desconocida se mueve el corazón del verdugo, que después los aplausos cae en el pantano sin una luz que le revuelva el existir.

No tiene eco ni lombriz. Los mira por encima del hombro.

El tributo a lo admirado se transforma en un simple efecto. Todo el amor, toda la magia del canto es el resorte del glamour: santuario para dividir el mundo y hacerlo invisible a las contestaciones: con la corriente va la seguridad, la manía de llegar a tiempo y sin enigmas, la forma de medir a un triunfador por sus ingresos y no por las estrellas en su frente, la magia de sentir que todos a tu lado se mueven al compás de tu inevitable caída.

El aplauso es una burla, una epifanía momentánea. Todo el que aplaude tiene un ideal por qué morir. Y el sólo hecho de pensar en caer del otro lado de las fosas permite la ruptura de los remordimientos. Los duendes no prefieren ser aplaudidos porque salen al mundo vestidos de algodón.

Con ellos de la mano si es posible hallar el camino de la esfinge. Pero los autos, las veloces arcas de las piedras preciosas y el rítmico placer de las corbatas si requieren del sonido amorfo y estridente: de la pasión agazapada.

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