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“Margarita, está linda la mar”: La revolución de la novela histórica

Vladimir Weindlé, en su ‘‘Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes’’ (Emecé Bs. As., 1943), admitió su incapacidad por no liberarse de la importancia contemporánea de la novela, más que de la importancia de la novela contemporánea. En su obra citada, no solo afirma que la novela resume y sublima la ficción poética, sino que su problema capital es la visión del autor en la creación de los personajes, los cuales ‘‘más que eficaces, bien logrados, o creibles, van a representar la más descarnada y especial ciudadanía’’ (ob. cit. p. 35).

En otro contexto, cuando la teoría de la novela se ha enriquecido no tanto por estudios definitivos sino por la aparición de obras que han abierto los límites del género, la referencia de Weindlé adquiere vigencia cuando se estudian obras como “Margarita, está linda la mar”, de Sergio Ramírez, premio Alfaguara de Novela (doble) 1988.

En esta libro, lo contemporáneo como concepto dentro de la novela traspasa la circunstancia epocal para incorporarse en la estética de las coincidencias y diferencias con otros géneros y manifestacioes artísticas, dentro de la ciencia de la escritura.

“Margarita, está linda la mar” tiene de poesía lo que la vida de Rubén Darío puede admitir de engarce a la plasticidad. Los retratos de tiempo y espacio evocan la música como telón de fondo de los saltos episódicos, como constante nacida de la propia razón de ser de los personajes que no abandonan esa musicalidad ni cuando van a morir.

El autor logra un homenaje al reclamo de Unamuno sobre la elaboración artística, ante todo, cuando se acerca a la raíz de la fuente novelada.

Temas y personajes entretejen la historia de Nicaragua como una fuente invisible de la que caen hombres y mujeres llenos de sueños, manchas y lunares del tamaño del mundo.

Es la visión de un país a partir de la historia de sus Tertulias notables, de esas reuniones marcadas por la pasión, el humor y lo insólito, donde se decidió el destino de la patria.

La recreación existencial de la ‘‘mesa maldita’’, al otro lado de la casa del capitán Agustín Prío es el magnífico pretexto para recomponer la conspiración que terminó con el ajusticiamiento de Somoza; es la más exacta, hermosa, y culpable historia de Rubén Darío, pero ante todo, es la más ejemplar ficción que se ha escrito de Nicaragua en los últimos tiempos.

Armado de un lenguaje desbordante de hermosura, salpicado de buen humor e ironía, Sergio Ramírez enfrentó el reto de literaturizar a Rubén Darío en un contexto evocativo de la historia del país desde perspectivas eminentemente interioristas.

Ante el desafío, Ramírez no sólo se dio a la tarea de humanizar al gran poeta, sino que lo vistió con la indumentaria de su contradictoria y real personalidad.

Rubén Darío y demás consortes de “Margarita, está linda la mar” llevan, ante todo, pasaporte nicaragüense, como para demostrar que representan “la más descarnada y especial ciudadanía”, esa a la que aspiraba Weindlé para la novela moderna.

Esto, lejos de contradecir a Unamuno en su exclusivo reclamo del más impecable arte a la hora de concebir la narrativa de ficción, le da la razón. Ortega y Gasset, con el acostumbrado rigor de sus reflexiones estéticas, entendía dicha tendencia como lo más cercano a la deshumanización del arte. A su lado, se puso también Alfonso Reyes: “Cuando se dice deshumanización del arte, lo deshumano se opone más bien a lo sentimental inmediato o mediocre. El arte llamado deshumano más bien busca la emoción de la inteligencia y la sensibilidad afinada, la desentimentación” (A. Reyes ‘‘El deslinde. Prologó a “La teoría literaria”, México, 1944, p.27.)

La tesis de Reyes se debe a la fuerza de sus conceptos sobre la novela histórica al emplear categorías como “héroe”, “estilo” y “argumento”, puesto que se trata de una desentimentación y no de una deshumanización, y que esta saca del contexto cualquier simulación a la sublimidad.

Alfonso Reyes clama por una novela histórica al otorgarle inevitable historicidad a toda trama, la cual se presta ‘‘tanto como el drama al acarreo del tema histórico’’ (Alfonso Reyes, Ob. Cit. p. 46.)

En “Margarita, está linda la mar”, como quería el sabio mexicano, aparecen elementos de historicidad que impiden clasificarla o delimitarla estrictamente dentro de lo que la tradición nos ha vendido como vida pasada o historia, como beligerancia o sublimidad.

La narración de Sergio Ramírez es imposible de conceptuar a través de esquemas críticistas sin advertir su propio espejo: ‘‘Margarita, está linda la mar’’ se estaba trasmitiendo en Nicaragua como la misma tradición, desde mucho antes de que su autor la concibiera. Era el producto de la correlación de fuerzas entre lo folclórico y las leyendas populares alrededor de figuras míticas.

Desentrañar esta trama, sacarla de las calles y llevarla a la página en blanco con altura literaria le deparó a Ramírez intensos años delante de su ordenador, tratando de romper el mito teórico para incorporar sus episodios menos vulnerables.

La peculiaridad escritural de esta novela enriquece el pensamiento de la novela contemporánea esbozado tanto por Unamuno como por Ortega y Gasset y Alfonso Reyes. En ‘‘Margarita, está linda la mar’’ aparece una plena filosofía contraria a la desentimentación, de la misma forma en que cruza por sus páginas un canto a la historicidad partiendo de una sensibilidad episódica universalmente local. Aquí, la novela histórica no se resigna a una mera proeza literaria, o a un osado encadenamiento de peripecias. ‘‘Margarita, está linda la mar’’, es una sucesión de acontecimientos, donde la atmósfera pasa de lo anecdótico a lo interpretativo. Representa el renacimiento de otra fórmula artística para enfrentar el proceso creativo, dejando a un lado algunas de sus más recalcitrantes fantasías e incorporando la imaginación del autor y de la tradición de un país para enriquecer la vida de sus personajes, llenos de fascinantes aventuras que terminarán por conformarles perfiles mucho más humanos.

‘‘Margarita, está linda la mar’’, no es un libro para ser leído de una vez, y mucho menos, para ser consumido en omnibus, pasillos, ni en noches de insomnio.

No estamos en presencia de una obra comercial destinada al entretenimiento masivo. Estamos frente a una estrategia de la ciencia de la literatura que merece jornadas de reflexión, análisis y replanteos formales: sólo de esa forma estaremos en condiciones de emprender un paciente y definitivo viaje por el mismo corazón de Nicaragua.

Sergio Ramírez apeló a recursos literarios ajenos a la retórica tradicional con un lenguaje lleno de detalles poéticos y descriptivos.

Un Rubén Darío muy cercano a las pasiones humanas va creciendo como personaje. En esa simbiosis, la historia no se detiene en la comprobación sino en la amplitud. Episodios ejemplares pueden ser las inusitadas Tertulias devenidas en sesiones conspirativas donde los personajes, incluso los héroes positivos, exorcizan sus fantasmas. O tal vez la muerte de Darío, hermosamente tierna, narrada sin orfebrería incidental, reviste una credibilidad casi fotográfica gracias a la amplitud imaginativa de su corazón de artista. O tal vez el ajusticiamiento de Somoza, ocurrido en pleno baile de salón, al compás del famoso corrido ‘‘la múcura está en el suelo / mamá no puedo con ella’’ (hilvanado también como leimotiv de los instantes anteriores al hecho donde el poeta Rigoberto López Pérez ejecuta la danza junto con su calculada estrategia para acercarse al dictador quien también baila en el mismo espacio) ante las insólitas miradas de testaferros y secuaces que sólo después de verlo caer ajusticiado pueden “abrir fuego ante el bailador acuclillado”.

El pulso de Ramírez se ha salvado de la exageración idolátrica: Su prosa no tiembla ante ningún episodio ni ante la fluidez de sus personajes.

‘‘Margarita está linda la mar’’, más que un documento literario es un círculo humanístico alrededor de la historia de un país que ve transformar sus acontecimientos históricos en piezas de leyenda.

La dinamicidad, el cambio de tiempo y espacio y la constante adhesión a lo relativo también nos sobrecogen.

Estamos en presencia de un propósito cultural que, partiendo de una sociedad determinada, nos trasmuta a un estado superior donde los sentimientos y los fantasmas adquieren importancia. El lector de esta novela puede también colocarse en lugar y grado del autor: queda condicionado a traducir el drama de su propia sociedad y de su época.

Esa ruptura entre la fidelidad al narrar el documento histórico y la ficción interpretativa de ese documento es otro aporte que Sergio Ramírez incorpora a su discurso, enriqueciendo personajes, situaciones y hasta la misma certeza de lo acontecido.

Habría que preguntarle qué mecanismo logró armar en este libro para introducirle subterfugios enriquecedores del simple anecdotario, de la preelaboración libresca y del sentido de fidelidad cognoscitiva a partir de la ‘‘traición de la memoria’’.

Sergio Ramírez reinterpreta la historia, no la traiciona. Y este es su legado. El escritor no es un hereje. Es, simplemente, un escritor

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