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El velatorio de Pastor

Se reconstruye una impronta cultural ocurrida en la ciudad de Santiago de los Caballeros en la primera década del siglo XXI. Su protagonista fue el escritor Pastor de Moya.

Hay días sagrados. De esos días en que el hombre sale a la calle a buscarse a sí mismo dentro de cualquier respiración artificial. Son de esos días donde queremos estar en todas partes a la vez. Días donde se desea andar de un lado para otro y cambiar de panorama como quien cambia de ropa en medio de un sofocante mediodía.

En esos días sagrados, el hombre ansía que lo inviten a concentrar sus energías. Ruega por los acontecimientos lúdicos, por su voluntad de deslumbramiento.

Uno de esos días, al escritor Pastor de Moya se le ocurrió invitarme al velatorio de un animal irracional que algunos mal vivientes osaron poner un nombre parecido al estado de ansiedad de los mortales: “chivo”.

Pero el chivo de Pastor no tenía irradiaciones hepáticas. Había muerto por el mal del tiempo. No digo por edad porque la vejez no es un pretexto de insatisfacción dentro del reino de los mamíferos cuadrúpedos. Por el contrario, morir a consecuencia de un desasosiego existencial puede constituir un importante punto de partida para entender las pulsaciones que impiden el total desarrollo de estos animales.

Y ante su muerte, Pastor convocó a Santiago entero, a sus amigos y familiares. Fue una jornada cívica que se inició frente al Ayuntamiento de la ciudad y terminó debajo del elevado de la avenida Duarte, el mismo sitio decorado con la febril iniciativa de los artistas locales que lo preservaron para desarrollar allí jornadas estelares dentro de la tradición cultural de la provincia.

El pueblo entero se volcó a las calles como si se tratara de un mitín político para seguir al ataúd que contenía los restos mortales del animal desaparecido. Delante de los dolientes, Pastor de Moya vestía sus atributos sagrados. Eran vestimentas especiales solo utilizadas en ocasiones de duelo que, como aquella, requerían de la más amplia concentración espiritual. De la cabeza a los pies, los ajuares de Pastor mostraban un colorido propio de los atardeceres tropicales. Después, comprendí que el luto durante el sepelio de los chivos se manifiesta a través de la radiación de los planos sublimes.

Fue un espectáculo de dolor que imponía respeto. Un respeto producido por un semi vacío interior, porque el paso de aquella caravana era venerado con el silencio y el desgarramiento de la mística interior. Niños, jóvenes, ancianos y vehículos de todas las marcas y especies se detenían ante el cotejo que, liderado por la figura de Pastor, parecía una enorme serpiente de cascabel que ondulaba su figura al rítmico ulular de las ondulaciones de la luz solar sobre la masa compacta de mortales que la componían.

Al atardecer, el cortejo fúnebre llegó a su destino. Debajo del puente se pasaría la noche en vela hasta el amanecer, fecha programada para el entierro del ataúd en una bóveda del cementerio municipal destinada a los animales sagrados.

Entre llantos, rezos y pequeños diálogos transcurrieron las últimas horas de aquella tarde que tuvo como colofón el más insólito final, porque ante un descuido de los reunidos ocurrió un episodio que nadie ha podido aún explicar.

El ataúd se hallaba boca abajo, abierto, vacío, sin una huella del occiso que yacía en perfecto estado de conservación.

Mirábamos de un lado a otro, aturdidos, alucinados, como buscando alguna respuesta a lo que ya comenzábamos a suponer: El alma del animal se había encargado de desaparecer su cuerpo entre la atmósfera enrarecida de las primeras señales de la nocturnidad. Sin embargo, yo tuve otra visión y, cuando la relato al cabo del tiempo, nadie la quiere dar por cierta. Una visión profana, inmadura o, como dice el propio Pastor, demasiado surrealista como para ocurrir en una ciudad como Santiago de los Caballeros a la altura del siglo XXI.

A lo lejos, y mientras mis amigos e invitados al velatorio descubrían la huella de un fantasma detrás de cada espacio del lugar, divisé a un grupo de muchachos que corrían alrededor del elevado, moviendo sus bocas de arriba abajo y de abajo arriba como si dentro de ellas consumieran un alimento de inapreciable poder nutritivo. Y mis sospechas fueron ciertas porque, después de concluido el espectáculo y dispersa ya la multitud, me dirigí al sitió donde los jovenzuelos produjeron el casi imperceptible alborto. Allí descubrí, todavía frescos en el piso, residuos de algunos huesos de carne animal que comenzaban a ser rondados por bandadas de hormigas.

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