El águila y los ruiseñores

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César Arturo Abréu FernándezConstanza, La Vega, RD

Inicios de agosto del 1900

Llovía copiosamente y una densa neblina rodeaba las copas de los pinos que, de manera antojadiza, brotaban del arcilloso suelo de la loma conocida como El Puerto, una de las tantas que se interponían en el camino de Jarabacoa a La Vega. Atravesarla por su parte más alta era inevitable para llegar a Bayacanes, poblado de unas pocas casuchas, y de ahí enfilar hacia La Vega.

Fundada por Cristóbal Colón en 1494, con el nombre de La Concepción de La Vega, la que por siglos fue una apacible y gentil aldea a orillas del río Camú, gracias a la construcción del ferrocarril que la unía con el puerto de Sánchez, se había convertido en una dinámica ciudad, constituyéndose en un pujante centro comercial y cultural. Hacia allá se dirigía el joven Quico Tiburcio.

El angosto camino, que por tramos no era más que un trillo, serpenteaba trabajosamente, hiriendo y enroscándose en la montaña para aminorar las subidas y bajadas. Esta vez, la lluvia lo había empeorado, convirtiéndolo en un resbaladizo sendero por el cual, únicamente, podían aventurarse animales o personas de gran resistencia y determinación. Quico Tiburcio y su mula Morena eran de esos.

—¡Vamos, Morena! —exclamaba Quico a todo pulmón, mientras apretaba sus juveniles piernas conta la panza de su cabalgadura—. ¡Vamos, estamos llegando a Bayacanes!

Había salido de Jarabacoa cuando el sol despuntaba, rompiendo con sus rayos el cristal de la noche. Su madre Lupe, conocida como La Lavandera, sentía que se le desprendía un pedazo del alma al tener que decir adiós a Quico, su primogénito. Habían acordado que, al cumplir los quince años, Quico partiría hacia La Vega en busca de un mejor futuro. A sabiendas, ella había conversado con su compadre Casiano Portes, quien se encargaría de encauzar a su ahijado en la ciudad.

Atrás quedarían sus años de aventuras por las serranías de Buena Vista, Manabao y Hato Viejo; salir a zambullirse en los charcos del Yaque y del Jimenoa, disfrutar de la turbulencia del Salto de Baiguate con sus energizantes chorreras; caminar por las calles de su natal Jarabacoa, haciendo entregas a domicilio de la ropa que su madre lavaba y planchaba y, por las noches, sentarse junto a sus amigos para, arremolinados alrededor de una improvisada fogata, disfrutar de inverosímiles leyendas y cuentos nacidos de la imaginación de los campesinos.

Recordaría con íntima fruición la misa de los domingos en la iglesia de El Carmen, así como aquel inocente primer beso dado a la quinceañera de sus sueños a la sombra del samán del parque. Sabía que extrañaría aquella vida bucólica, pero se imponía la partida si, en verdad, pretendía satisfacer sus anhelos de superación personal.

“Recuerda presentarte ante tu padrino don Casiano”, dijo la madre, al despedirlo, y alcanzándole una alforja en cuyo interior iba un pan de maíz y una remuda de ropa, de dril crudo, similar a la Quico vestía, añadió: “Que la Virgen del Carmen te acompañe y proteja, hijo mío”.

Completaban el atuendo del joven unas desgastadas alpargatas y un maltrecho sombrero de los conocidos como “panza de burro”, única herencia de su padre, el general de montanera Ovidio Tiburcio, quien pereció junto a otros combatientes jarabacoenses durante la Revolución de Moya, en 1886, cuando Quico tenía apenas un año de edad.

La Morena hincaba sus patas en el lodo y trabajosa, pero firmemente, avanzaba cuesta abajo. Bayacanes estaba cerca, pero antes deberían vadear el río Yamí, que, aunque de poco caudal, por momentos se volvía peligroso debido a la velocidad de su corriente. Por fortuna, aún no había crecido, y sus aguas sirvieron para deshacerse del barro que se adhería a sus cuerpos, dándoles un aspecto de salidos de las mismas entrañas de la tierra. Vadeado el Yamí, Quico avizoró los primeros bohíos del villorrio en el momento en que la lluvia se volvía más intensa. Por ello, decidió buscar posada en el primer sitio que encontrara a su paso. Estaba empapado y necesitaba, aunque fuera por algunas horas, guarecerse de la inclemencia del tiempo. Muy próximo, quizás demasiado, de la confluencia del Camú y el Yamí, halló el primer bohío.

—¡Saludos! —llamó con fuerza, casi acompañado de un relámpago que rasgó el firmamento, seguido del trueno subsecuente que estremeció el ambiente.

—¿Quién es? —respondió una voz desafiante desde el interior del bohío.

—Soy Quico Tiburcio. Vengo desde Jarabacoa y busco refugio hasta tanto cese la lluvia.

—Pase usted —dijo la misma voz, acompañada del ruido de la aldaba que sujetaba la rústica puerta, abriéndola de par en par.

—¡Pero si es un muchacho! ¡Creíamos que era el mismo diablo! — exclamó Silverio Santos, al ver frente a él a Quico—. Anda, lleva la mula al rancho y vuelve —le dijo, y dirigiéndose a su mujer que estaba en la cocina, ordenó—: Manuela, échale más agua al “hervío” que tenemos visita.

Silverio Santos era un auténtico hombre de campo, hospitalario, presto a servir en todo momento, solidario y respetado por los demás. Gracias a esas cualidades las autoridades del lugar lo habían nombrado alcalde pedáneo.

Cuando el muchacho regresó y pasó al interior del bohío, Silverio Santos pudo observarlo mejor. Apenas frisaba los quince años, pero era esbelto y bien proporcionado. La nariz, un tanto aguileña, daba firmeza al rostro, expresión suavizada por una amigable sonrisa, de dientes perfectos, y de sus ojos, negrísimos, brotaba una mirada expresiva y segura. Bajo el sombrero, que se quitó al entrar, brillaba un pelo lacio y oscuro, que chorreaba agua.

—Muchacho, ¿qué te trae por estos mundos? —preguntó Silverio, señalándole a Quico un taburete.

—Voy para La Vega. Mi madre me consiguió un empleo en la tienda del señor Casiano Portes. Usted sabe, la que está en la calle El Comercio. Él es mi padrino.

—Bueno…, lamento decirte que hoy no te será posible llegar a La Vega. Mira el Camú como está de crecido. ¿Sabes que tienes que darle tres pasos para llegar al pueblo? —dijo, y tras una pausa, añadió—: Será mañana. Mientras tanto, compartamos lo que tenemos de comer.

—Yo tengo un pan de maíz que me entregó mi madre al salir —dijo Quico.

—No creo que sea necesario. Comamos, y después vamos al rancho para que me ayudes a desgranar unos cinco cajones de habichuelas que pienso ir a vender a La Vega. Así pasaremos el resto de la tarde. Dormirás aquí y mañana iremos juntos al pueblo, si es que Dios y Camú lo permiten.

Aquel día, gracias a las variadas circunstancias que lo llevaron hasta allí, nacería una especial relación entre Silverio Santos y Quico Tiburcio, relación que las vicisitudes del futuro pondrían a prueba en más de una ocasión.

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