La llamaban “Bertha”
¡Malva…!
Mi Prima, toda revuelo y gritos entró sin tocar a mi habitación. Yo escribía una crónica para El Comercio en mi máquina Olivetti, obsequio de mi madre por haber ingresado a la universidad dentro de los primeros puestos. Era una maravilla porque las del diario, muy pesadas y antiguas pues pertenecían a la época de su fundación, no se pueden manejar bien y cuando se enreda el carrete, qué lío, felizmente Calixto siempre me rescata y el “Gordo”, cuándo no, se mata de risa, mientras Manglio metido en sus páginas de Sociales y Culturales se hace el que no ve ni sabe nada.
Hacía poco, me entretenía mirando el paisaje que se divisa desde mi ventana, sustrayéndome por pensamientos de suave melancolía, con esta tristeza innata que me viene desde mis ancestros. Al fondo, el Ausangate resplandece con una blancura que recuerda a las novicias del convento de Santa Clara, ubicado al frente de nuestra casona.
Embebida en mi nota, apenas voltée para ver a mi Prima. “Si supieras quién será nuestra nueva inquilina, no lo vas a creer”, me dijo riendo-“ No me puedes adelantar alguito..” le pregunté. “No, mejor salgamos a verla”. Intrigada la seguí y bajamos las escaleras de piedra hasta llegar al zaguán. Parada en un rincón y dando la espalda al amplio portón, vi a una mujer que se inclinaba sobre un enorme cajón de donde sobresalían ropas y enseres. Al volverse pude observar su rostro marchito que debió ser bello y un cabello aún abundante peinado en una rosca de trenzas apenas pintado de canas. Vestía pobremente pero con limpieza y no tendría más de sesenta años.
Al vernos, nos saludó comentando que iba a poner en orden su nuevo hogar. “¿Nuevo hogar? “dijo mi Prima por lo bajo dándome un codazo. “Se quedará para siempre…” ¿Cómo llegó hasta aquí con ese cajón tan grande? Le pregunté. -Lo trajo un cargador, el pobre parecía doblarse por el peso y tamaño – Sí…la tendremos para rato- sentenció.
Por la noche, reunida la familia en el comedor de amplios ventanales por donde se enredaba la hiedra, comentamos este hecho mientras saboreábamos las humitas y el café con leche. ¿Quién era esta mujer y de dónde había venido? Mamucha, como le decíamos por cariño a nuestra abuela, nos relató su historia recomendándonos no molestarla y si podíamos, satisfacer algunos pedidos suyos, si los hacía.
Se comentaba que su nombre era Bertha-nunca dieron razones de sus apellidos- y había nacido en la selva, en algún punto de Loreto o quizá Madre de Dios. Un día recaló en Cusco, ignorándose los motivos que la sacaron de su tierra, pero lo cierto fue que se convirtió en una de esas damas de compañía que habitan en cierta casona del distrito de Santiago.
Llegó a ser muy popular por su belleza y esa voz que la distinguía sobre todo cuando interpretaba boleros, tangos y algunos valses. Pero su vida estuvo siempre mezclada con hechos un poco escandalosos-la Mamucha suavizó la palabra- como aquel del suicidio de un mocito de la alta sociedad que estuvo tan enamorado de ella que no dudó en robar a su padre una fuerte suma de dinero falsificando su firma. Cuando fue descubierto y al no poder restituir ese dinero y sobre todo porque la tal Bertha se mostraba muy veleidosa, una tarde se fue por las salineras arrojándose al precipicio o ese otro, de un Vocal de la Corte Superior del Cusco, que por poco abandona hogar y fama para seguirla, porque ella decía se iba a ir a Chile, a buscar nuevos aires-en este punto del relato, MI Prima y yo nos sonreímos. “Estas historias nos deben recordar siempre, que una mujer no es una cometa sacudida por los vientos o una veleta que se mueve por intereses ajenos sino alguien que debe respetarse y ser responsable de su caminar, sin distraerse con ilusiones vanas y menos hacerle daño a otros”- subrayó la abuela sus palabras mirándonos como solía hacerlo siempre que nos daba una lección.
¿Cuándo empezó su declive? No hay fecha que lo señale. Solamente que empezó a tener alucinaciones, una conducta muy extraña y a causar problemas con las otras pupilas. Se dice que un malero contratado por una esposa abandonada, le hizo un “trabajo” especial que derivó en su locura. Al ser echada de la casa de citas, empezó a deambular por provincias y terminó por los portales de la Plaza de Armas, antes de llegar a nuestra casa.
Conocido este historial de “Bertha”, me atraía mirarla de soslayo cuando pasaba por el zaguán, pensando que no podía ser posible que esta figura bastante desleída y esos ojos donde había huido la razón, pudiera ser la engreída de algunos en otra época. Tampoco me complacía verla en la Tetería de la señora Catalina, una de nuestras inquilinas, tomando té piteado junto a esos borrachines que no eran otra cosa que cargadores, o con el zapatero remendón u hombres olvidados de sí mismos, y nunca más esos señorones que la visitaban en la calle de Santiago.
Los días se fueron sucediendo unos a otros y los míos pasaban entre mis sesiones de lectura en la Biblioteca Municipal, a veces un paseo a la hacienda, alguna caminata con un grupo de amigos hasta el Rodadero o San Sebastián y mis citas con “él” en El Astro o El Roma o en algún cinema si nos traía una de las buenas películas que llegaban de vez en vez a la ciudad Puma.
Bertha continuaba en su minúsculo recinto sin hacer caso de nuestra presencia, conversando solo con mi abuela y nunca supimos si comía y dónde y menos quién le daba esas monedas que guardaba celosamente en una lata de bombones y contaba constantemente “por si alguien le había sustraído su sencillo,” como murmuraba entre dientes cuando nos veía.
Una noche, después que mi Prima y yo cerramos el portón y puesto llave a la puerta chica, Bertha se levantó de su escondrijo y nos pidió la dejáramos abierta, pues esa noche esperaba la visita de unos amigos que venían de Europa. No le hicimos caso y corrimos a buscar a Mamucha, dejando tras de nosotras un rosario de maldiciones que nos lanzó a voz en cuello.
Mamucha bajó recomendándonos permanecer en el descansillo adornado con macetas de claveles y geranios y en donde se nos unieron los primos, “por si acaso.” Desde allí escuchamos los gritos de Bertha, acusando a mi abuela de quererla secuestrar y no permitir reunirse con sus amistades, hasta que mi tío con un: ¡qué pasa señora, por qué grita tanto! - la enmudeció al instante y sumisa hasta la risa, respondió que solo estaba hablando con “su señora madre”.
Al día siguiente, la vi cambiada y percibí un fuerte aroma de ese horrible Tabú que me mareaba; cuando pasé a su lado me hizo contra con las dos manos. Más tarde, el lugar que ocupaba estaba vacío y sin saber por qué, sentí cierta aprehensión. ¿A dónde iría?
Alguna vez la vi caminando como al descuido por estas calles cusqueñas, ora por Recoleta, o Santa Catalina, o conversando-e importunando-a las parejas de la Plaza del Regocijo. Nunca más volvió a mirarme. Era como si yo me hubiera convertido en nada. Poco a poco se fue borrando de mis recuerdos y también de nuestra ciudad. Decían que había vuelto a su tierra, o que fue recogida por alguien que la quiso siempre, o simplemente, había muerto sola y olvidada en el hospital Lorena. Lo cierto es que su imagen continuó impresa en nuestro zaguán y algunas veces volví a percibir ese aroma al perfume Tabú único rezago que guardó de su vida pasada.