La ballerina
No había estudiado danza. Sus movimientos no eran gráciles, más bien demasiado rotundos, y su peso había aumentado después de parir los hijos.
Ensayaba sus pasos de ballet alrededor del hombre, canturreando una melodía inventada, descompasada como los giros de sus pies, igualmente gozosos y confiados como expresión de la vida.
En la mirada, parecía sonreír. No era frecuente que lo hiciera para ella, se mostraba locuaz y simpático con todos y con todas, pero en la relación de pareja se encerrada por dentro, hablaba poco y con desgano, a la mujer, y también a los hijos.
Por eso se celebraba como una fiesta inusitada cualquier frase amable que dejara caer, una migaja, cuando el extraño universo de su carácter mutaba un instante y se abría para que lo habitaran los más cercanos, una invasión extasiada que no duraba mucho.
“No vas a ponerte nunca”, decía durante el esguince de buen genio, mirando las piruetas de la ballerina.
Porque ella bailada como si no tuviera los años que tenía, la arritmia que la ahogaba, la miopía agresiva que quería robarle los colores y la belleza del mundo. Lo hacía con pasión. A ratos se mareaba un poquito por la agitación y porque los deseos se le encampanaban.
Pero seguía girando al compás de su música interior, la tocaba una orquesta que dirigía su entusiasmo.
Bailaba porque quería ponerlo a dar vueltas con ella, atraerlo a su alegría. Siempre creyó en los milagros.
Soñaba con un amanecer en que se rompieran los silencios espesos y finiquitaran los viajes al pasado, expediciones arqueológicas que excavan para extraer los peores recuerdos y exhibirlos como fetiches.
Podrían vivir juntos, entonces, en el presente, en la cama y en la mesa, sin que lo escupan todos los resentimientos con su perseverante saliva.
Recreaba el ballet amoroso alrededor de el por las mañanas, mientras tomaba el desayuno puntual y solitario. Volvía a bailar por las tardecitas, cuando el se preparaba para salir y se empolvada con el talco sin olor que prevenía su rinitis real, o imaginaria, tarareando con los dientes y la lengua apretados un raro sonsonete que semejaba un gorgoteo inconcluso.
Cada vez más escasas, en la medida en que las espaciaban los rencores, relampagueaban aun la semi-sonrisa y las palabras que ella chupaba como miel: “No Vas a ponerte vieja nunca”.
La frase sustituía para ella la caricia que ya no la tocaba, el beso que se alejo hace todos los años, el trabado de sus cuerpos que se mantenían desunidos. El tiempo pasó, como en la canción de Cortez.
Él se hizo cada vez más huraño. Ya solo perforaban su silencio los sapos de las reminiscencias envenenadas que constantemente saltaban de la memoria aljibe. Y se fue poniendo sordo, además de mundo.
Ella iba durmiendo sus giros de ballet, se reconoció rechazada y fue admitiendo, poco a poco. Que era inútil continuar tirando atarrayas de sueños intentado pescar un retorno al cariño.
Podría haber luchado en lugar de danzar, lo había hecho antes, con gritos, reclamos y lágrimas profusas. Pero se fue agobiando, se retiró a un desolando sitio de derrota que le era desconocido, y cedió finalmente el espacio al endriago de una venganza inextinguible.
(El conde de montecristo era el libro favorito de él, ella se abrazó con la única firmeza de su tristeza a la biblia).
La luz que le ardía por dentro se apagó, como una vela a la que sopla el infortunio. Los ojos que antes bailaban y reían al ritmo de los pies, no eran más los de ella. Parecían dos perros apaleados que no se atreven a gruñir al amo, se encojen en el miedo a una nueva tunda.
En uno de los actos a los que asistía para disimular sus desconsuelos, ella se fracturo un pie. No podía caminar, y dispuso del pretexto perfecto para no continuar pordioseando el amor, bailando ballet en torno suyo.
Un día, se miro en el espejo, se vio vieja. Era vieja. Él mismo que decidió una vez que no envejecería nunca, la convirtió en ese saco de huesos devastados bajo el flojo envoltorio de una carne amarilla y sin brillo.
Como peonza efímera, la juventud se le alejo bailando el ballet que ella le había enseñado cuando fueron inseparables cómplices de la dicha.
Una joven necesita ser amada. -Le dijo. - Tú ya no lo eres más. Voy a buscar otra que baile alrededor de un hombre que de verdad le diga “Tú nunca serás vieja”, Y me quedaré a ver cómo se cumple el prodigio.