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Cine

Claudia Cardinale y el azar de los astros

El azar es acaso la verdadera divinidad que gobierna nuestra vida. Este dios tiene sus caprichos. Puede mostrarse dichoso o desdichado, proponer lo mejor o lo peor. Sea cual sea el deseo de ser libre, no queda sino inclinarse ante sus decisiones. El orgullo impulsa a imaginar que somos los amos de nuestro destino, pero esta pretensión podría no ser sino una ilusión. En la existencia real pueden suceder accidentes imprevisibles, encuentros inesperados: nos asombran y nos dejan estupefactos sin saber quién dirige el juego. La duda es, entonces, lo que nos queda para pensar.

Si intento poner por escrito, sin agregar ni omitir nada, el desarrollo de los hechos vividos que acaban de ocurrirme desde hace un mes, el primero brutal, el segundo agradable, una conclusión se impone: en la vida el amo del juego bien podría ser el azar.

Un anochecer de febrero, hacia las 20 horas, llegué a la tranquila calle donde habito. Justo cuando terminaba de componer el código de la puerta cochera, la sombra de un hombre, que me seguía sin que me percatara, se proyectó en la puerta. Un desconocido se precipitó a mis espaldas para agarrar mi bolsa y robarla. Grité. El agresor me asestó un fuerte golpe en la cabeza y caí al suelo. El tipo huyó sin siquiera llevarse la bolsa. El azar había decidido que la sombra fuese la de un monstruo. Una pasante me auxilió, telefoneó a Jacques, quien llegó de inmediato, trató de levantarme, pero ningún movimiento me era posible a causa del dolor estrujante que me lancinaba a la más ligera sacudida. Los bomberos llegaron con prontitud y, después de un rápido examen, me llevaron al servicio de urgencias del hospital Cochin. Radiografía: fractura de la cabeza del fémur. Habrá que operar.

Por suerte, Cochin es uno de los mejores establecimientos de París. El doctor, Issa, excelente cirujano, se ocupa de la operación y, como todo parece en orden, me transfiere al Centro de Reeducación Port Royal, junto al jardín de Luxemburgo, para reaprender a caminar. Dos jóvenes kinesioterapeutas, Bénédicte y Marie Alix, simpáticas y eficaces, dirigen los ejercicios. Desde mi recámara en un quinto piso, veo, a través de las ventanas, pasar las nubes en el azul del cielo. Todos los días voy a la sala de gimnasio para la reeducación. Una tarde, una vecina que realiza los mismos ejercicios que yo atrae mi atención. Su rostro me dice algo. Creo haberla visto antes. Bella, sonriente, se parece a… No, no se parece. El sonido de su voz y una cierta entonación cuando habla despejan la última duda. No se parece: es Claudia Cardinale. La aparición imprevista de la otra faz del azar. Un regalo rebosante de gracia después del horror de la agresión: el ángel después del monstruo. La vida, ¿sería, pues, un juego incesante dirigido por el azar?

Suerte del azar: ver a Claudia Cardinale caminar entre las contadas recámaras de la clínica, ella, la Angélica de Lampedusa y de Visconti, quien nunca terminó de contar las innumerables piezas del palacio estival de los Salina. Tan azaroso y “bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de un paraguas y una máquina de coser”, señala Lautréamont en Los cantos de Maldoror.

En el comedor, Cardinale se desliza en su silla de ruedas entre las mesas girando en el centro del círculo de asistentes, sostenida por Lancaster-Salina en el eterno baile de los astros. Cardinale es una estrella. Una star. El actor tiene admiradores, la star tiene idólatras. Posee carisma, don divino de la gracia. “Más vale la imperfección con gracia que la perfección sin gracia”, dice Baltasar Gracián.

“Al lado de Omar Sharif, con quien debuté en Goha, tenía el rol de una joven. Para la última escena me envejecieron con el maquillaje. Me turbó verme en el espejo. Ahora, a veces, me turba ver fotos mías de joven.”

“Vivo en París. Un departamento a orillas del Sena. En verano, los jóvenes creen hacer el amor a escondidas. Tras las persianas los observo; soy yo la escondida.” Claudia salta de un recuerdo a otro, como brincan sus ojos pícaros. “Visconti me invitaba a sus viajes, aunque prefería a los chicos.” ¿Por qué? “Porque tú eres un garçon manqué –me respondió–. Yo no quería hacer cine. Gané un concurso de belleza al que ni siquiera me presenté. El premio: un viaje a Venecia. Mi bikini atrajo. Me propusieron filmar. Salí corriendo. Mi papá decidió, yo no. El azar, tal vez. Yo quería ser exploradora, descubrir… Tarantino rompió cuanto encontró a su paso cuando me vio besar a un ruso en una película.” Pero si tenías sólo cuatro años, le dije. “Estaba enamorado de mí –explicó–. Con Lancaster filmé en inglés, con Delon en francés, mi lengua natal en Túnez. Al llegar Italia aprendí italiano en una escuela. Ahora soy embajadora en la Unesco, a favor de muchas causas, las mujeres, los niños, el hambre…”

Cardinale sigue explorando. Sus hallazgos no cesan. Nos toman una foto. Distancia obligatoria de un metro a causa del coronavirus. Claudia dice: “No, de, cerca”, y alza el brazo como una diosa armada de una lanza para vencer a la muerte.