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Artes Escénicas

Teatro a la mala (1 de 2)

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Indhira SueroSanto Domingo, RD

El niño de siete años tomó la pistola y, obediente, se puso el pasamontañas. Cuando salió de su casa esa mañana, no imaginaba que se convertiría en un ladrón. ¡Increíble!, justo le pasaba eso a él que solo pensaba en hacer figuras de yeso y en tomar clases de pintura.

¡Sal!, escuchó que le gritaban. Lo hizo. Una luz fuerte le cegó los ojos. El lugar estaba lleno. No le dio tiempo a levantar el arma, lo mataron de inmediato.

Esa fue la primera experiencia en teatro de Jhoao Potrazo.

Luego de ahí quedó con ganas de más.

PRIMER ACTO

Jhoao

La sala donde Jhoao recuerda sus inicios en el teatro está tan vacía, que cuando habla se escucha un eco que lo convierte en el protagonista. A sus 23 años, Jhoao dice que su amor por el arte lo llevó a unirse a Teatro a la Mala. Cinco jóvenes que se unieron a un grupo de teatro de laboratorio en República Dominicana.

Un método inventado por el polaco llamado Jerzy Grotowski y que lleva el arte a gente con poco chance de pisar la sala principal del Teatro Nacional, al que hay que ir con ropa formal.

Jhoao empuja a la realidad cuando esta gigante quiere aplastarle. Ahora se prepara para presentar La fábula de los cinco caminantes. Será la primera vez de todos en escena.

Quién diría que Jhoao se uniría al grupo por el interés de ver a un gordo haciendo ejercicio.

“Un pana me dice que había un maldito gordo, que los estaba matando a ejercicios en el teatro. Resultó que era Eleccio y desde ahí comencé un proceso más formal con él”.

Para el muchacho moreno, de labios gruesos y pelo ensortijado, su búsqueda personal es una montaña rusa. “Estoy haciendo teatro y esto me mantiene siendo una buena persona”, dice Jhoao mientras toca la mesa cual si fuese un tambor.

Disfruta actuar y se quedará en ese mundo, aunque le parezca extraño a sus padres. Porque aunque no digan nada malo, tampoco dicen cosas buenas.

Lo ven bien porque no está metido en el barrio. Pero de los siete hijos de Nana y Nino, es el único varón y hace teatro. “Mami y papi nunca han ido a una presentación mía”, su voz se quiebra en pedacitos.

Una de sus tías le dijo que estaba cansada de verlo irse a pie al teatro: “Un sacrificio sin resultado”. Para Jhoao, el martirio sería dejar de hacerlo. “Si yo lo estoy haciendo y me gusta no es un sacrificio para mí”.

Tras largas horas de ensayo, Jhoao no da para más. Recuerda que, según el director del grupo, Eleccio Caraballo, el entrenamiento al que los somete busca deshumanizarlos para humanizar. Jhoao detesta los ejercicios, pero cree en que le pueden ayudar a ganar más confianza y fortaleza. Su labor continúa en casa.

Lo primero que hace cuando regresa es lavarse las manos y escribir en su diario. Insulta a Eleccio (a quien dice odiar), a sus compañeros y a sí mismo. Luego trata de quitarse el sucio de los pies ampollados.

A veces no lo consigue y se acuesta así.

“Papi me vio una vez, con las manos ampolladas, y yo untándome alcohol casi con los lagrimones. Me dijo: ¿‘pa’ que tú vas a eso?, busca otra forma de hacerlo. Primera vez que yo veo dizque un actor guayado y pelado’”.

Director

Eleccio no es un demonio. Es un ser humano a quien le atormenta el sonido efervescente de la Coca-Cola. Luego de ser uno de los cinco seleccionados a nivel mundial para tomar un taller en Brasil con el maestro del teatro de laboratorio, Eugenio Barba, debe bajar algunas libras.

A su oficina, llega el sonido de alguien que vocea sin cesar que compra todo lo que sea viejo. Estufas viejas, lavadoras viejas, abanicos viejos, de todo menos mujeres viejas.

El muchacho de 26 años dice que decidió hacer con su trabajo su apostolado. Ir a una parroquia y durar algunos años dando clases de gratis. El grupo inicial al que enseñaba era enorme. En 2014, quienes quedaron, fueron a su oficina y le dijeron que querían hacer teatro de verdad.

Empezaron ensayando los sábados. Ahora, los jueves son los únicos días en que no practican. “Tienen todos esos años sin paga. Confiando en lo que yo les doy”, dice Eleccio mientras se acaricia la barba.

En todo este tiempo nunca montaron una obra. Así es el teatro de laboratorio: exigir lo más posible del actor para determinar su resistencia. Tal vez por eso Jhoao lo odia.

“Yo me gané ese odio”, asegura entre risas. “Con Máxima, no es por menospreciar, pero su contextura física no es la mejor para este entrenamiento. También nosotros la violentamos. Tenemos un lenguaje muy fuerte y hacemos mucho bullying”.

El objetivo de Eleccio es que el grupo pueda andar sin su dirección. Los muchachos no se lo creen. Se consideran una familia.

Los sábados salen a comer. Aunque ahora Eleccio lleva un plato de vegetales. Celebran los cumpleaños. Se hacen favores.

El teatro les brinda refugio. Ensayan sus obras en un parque ubicado en un sector rodeado de altas torres de edificios. Muy lejos de los barrios inundados de basura, drogas y perros realengos.

Los actores se concentran tanto que no prestan atención a lo que les rodea. Ni a los señores que se ejercitan llevando en sus brazos a perros bien comidos. Ni al grupo que espera bajar algunas libras con ayuda de un “coach”.

Descalzos y sudados, los chicos caminan por el espacio. Máxima Montero, de 27 años y la única mujer del grupo, se golpea contra la pared al hacer una acrobacia. El director, Eleccio, se ríe y la felicita por el nuevo golpe.

Apenas empiezan.

Máxima

El primero en romperle la boca a Máxima fue Camilo.

Duró dos semanas pidiéndole excusas.

Desde ese entonces, todos la han golpeado.

La mayoría de veces sin querer y porque es la más baja de estatura. A veces está detrás de ellos y cuando tiran la mano chocan con su cara o con sus pechos.

Ella siempre inventa formas de esconderse los golpes. Teme preocupar a su familia. Desde pequeña fue de contextura frágil y de piel tan delicada que tenían que ponerle dos pantalones.

El golpe que más la asustó fue uno que le dieron en las costillas. Se sintió como si cayera a una piscina sin agua. Máxima tuvo que ir al médico.

No le dijo a nadie.

Desde pequeña sufre inflamación crónica en las articulaciones y dolores de espalda, que la hacen tumbarse al suelo y llorar, pero eso no la detiene. “El primer día llegué a mi casa magullada y juré que no regresaría”.

Desde entonces pasó un año lleno de momentos incómodos. Como cuando hizo ejercicios de insensibilización, en el que debía dejar que Jhoao le tocara las nalgas y los senos, mientras sus compañeros observaban callados.

“Ya yo he perdido todo tipo de vergüenza. Me desnudo delante de ellos y no sucede nada.

A veces el calor es tan grande que nos quitamos la ropa y la ponemos a airarse”.

Después de eso, asegura, hay una confianza que no se pierde nunca.

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